LASCIVIA - CAPITULO 3: LORENA (COPY: SCO)
Pasé diez días en compañía de Lorena. Gracias a su diario comprendí que era una mujer atormentada. La vida junto a sus padres había sido un pandemonium. Su madre no le permitía realizar ninguna actividad fuera de casa, según sus argumentos, por temor a que le ocurriese alguna desgracia. Este exceso de protección no era sino aparente porque cada vez que Lory hacía o decía algo que no era del agrado de su progenitora, ésta no dudaba en hacérselo saber a su marido, un hombre autoritario y agresivo, al que le encantaba darle una paliza a la menor ocasión. Con todo esto se podría decir que su madre actuaba movida por un egoísmo exacerbado, lo único que perseguía era que Lorena le diera los menores quebraderos de cabeza posibles aunque con ello tuviese que provocar el enarbolamiento de su esposo. Lorena había comprendido desde muy pequeña el significado de la palabra dictadura, y lo que era no poder hacer ni decir nada en contra del orden establecido por temor a las represalias. Se debatía entre el odio que sentía hacia sus padres el amor que se suponía que les debía profesar como hija suya que era.
Necesitaba con avidez un reconocimiento por parte de sus padres que, desgraciadamente, nunca llegó. Le hubiera encantado que, aunque fuese durante una milésima de segundo de su existencia, le hubieran expresado algún signo de orgullo, de admiración; pero no consiguió nada más que reproches. Aún recuerda con nitidez la vez que, con los ahorros de todo un año, se compró un vestido para estrenarlo en la cena de Noche Vieja junto a sus padres. Su única pretensión fue que simplemente le hubieran dicho lo guapa que estaba y lo orgullosos que estaban de que hubiese estado ahorrando para darles aquella sorpresa. Era un vestido precioso, de color endrino, largo y con encaje alrededor de un escote algo pronunciado. La tela era brillante y vaporosa. Se imaginó que era la princesa de un cuento de hadas, digna de ser invitada a cualquier Palacio Real. Por fin, tras retocarse el peinado y acoplarse el vestido en multitud de ocasiones, hizo su aparición en el comedor. Su padre la miró atónito, se acercó a ella y, como premio, le dio una gran bofetada acompañada de la palabra “puta”. Con lágrimas en los ojos buscó comprensión en su madre, quien en vez de interceder por ella, agachó la cabeza y permaneció callada contemplando el mantel. Ese “puta” se quedó grabado en su memoria tan profundamente que, cuando se sentía apesadumbrada, lo escuchaba como un eco, como si su padre se lo estuviera gritando desde algún lugar, con la misma entonación y agresividad de antaño.
Cuando por fin pudo desuncirse del yugo familiar, se marchó a un apartamento de alquiler. Aquel sería el principio de la nueva Lorena, una mujer autodestructiva que arrasaba con todo lo que se cruzara en su camino. Quien no fuese conocedor del drama que vivía, seguramente la habría descrito como “devora hombres”, “puta”, “destroza vidas” y muchos otros calificativos más bien descalificativos.
Lorena era una mujer que se odiaba por ser quien era. Se consideraba un auténtico deshecho y, sin embargo, aparentaba ser todo lo contrario. Era hermosa, buena profesional, inteligente, culta…pero su equilibrio emocional no era sino caos. Físicamente era alta, delgada sin llegar a la exageración. Su piel como la porcelana, suave y blanca, no sabía de imperfecciones. Sus pechos eran pequeños pero deseables, erguidos y redondos. Su pelo era rojo, como el fuego que albergaba en su interior, y sus ojos color arcilla. Sus labios pedían ser besados, tan rojos, tan mullidos, tan turgentes, tan sensuales. Su mirada era penetrante. Si por ella misma hubiese conseguido ser el centro de atención en cualquier lugar, más aún lo lograba con su modo de vestir y maquillarse. Sabía cómo destacar todas las partes de su cuerpo y hacerlas aún más apetecibles. Sus labios pintados de rojo pasión brillante y sus ojos agrandados hacia límites insospechados eran la tarjeta de visita de su cara. Solía llevar vestidos muy cortos y ceñidos, escotes monumentales, zapatos con gran tacón…Sólo los ciegos la ignoraban y ella lo sabía.
Las drogas y el alcohol eran el motor de su cuerpo. Necesitaba cierta cantidad diaria de estas sustancias para poder activarse. Le gustaba decir que “caminaba por el lado salvaje de la vida” como dice la famosa canción de Lou Reed, pero cuando en la soledad de su apartamento reflexionaba sobre ella misma y la vida que llevaba, entraba en un estado depresivo, que la conducía a encerrarse en casa durante muchos días. En ese período no mantenía contacto con nadie, no realizaba más actividades que las derivadas de las necesidades fisiológicas, no se peinaba, no se lavaba y el mayor tiempo lo pasaba en la cama, tumbada, dando de vez en cuando un trago a una botella de bourbon. Era un espectáculo luctuoso. No sé por medio del accionamiento de qué resortes un día reaccionaba y salía de ese estado “autista”. Entonces se aseaba, se pintaba, se vestía con la ropa más provocativa que encontraba y salía a la calle con la cabeza erguida y el paso firme.
Los locales de ambiente soterrado eran su pasión. El peligro le hacía sentir unos escalofríos por la espina dorsal sólo comparables al “subidón” que le provocaba esnifar cocaína en estado cuasi puro. Desplegaba todas sus armas de seducción hacia objetivos siempre análogos. Le interesaban los hombres rudos, maleducados, chulos y desaseados. Era sorprendente la similitud tanto física como de personalidad que existía entre esos hombres y el padre de Lory. Sería digno de estudio, pero prefiero no entrar en ese terreno. Nunca me han agradado los diletantes y no quiero convertirme en uno de ellos. Conseguía encandilarlos con una gran facilidad y siempre se los llevaba a su casa y mantenía relaciones sexuales con ellos. Justo cuando finalizaba la ejecución del acto sexual Lory les miraba a los ojos y les decía: “Joder tío, a ver cuando aprendes a echar un polvo en condiciones, ni he notada que me la metías. Alucino con los tipos como tú, tenéis un aspecto que parece que te van a hacer erizar hasta los pelos del coño y luego sois todos un atajo de maricones”.
Generalmente los hombres no sabían como reaccionar. No estaban acostumbrados a escenas de ese tipo y, menos aún, a que se pusiera en duda su masculinidad. Ante aquel oprobio se vestían, recogían sus pertenencias y se marchaban no sin antes regalarle unos cuantos insultos, la mayoría sinónimos de meretriz. Hasta que oía que la puerta se cerraba tras el semental herido en faena se reía a carcajadas estridentes, que no eran sino producto de la histeria que sufría, después se ponía a llorar desconsoladamente, se iba al salón y visionaba su cinta de vídeo de “El Último Tango en París”.
Otras veces los hombres no reaccionaban de la manera antes citada. Ante la puesta en duda de su masculinidad la única forma que se les ocurría para salvar su honor era darle una paliza que no olvidase jamás. Entonces sufría una regresión a la infancia, adoptaba la posición fetal y lloraba hasta que el energúmeno consideraba que ya era suficiente para aprender la lección y paraba de golpearla.
Mientras recibía los golpes su mente no se encontraba en la habitación donde se sucedían los hechos, sino mucho más lejos, en otro tiempo y espacio. Se veía en un rincón de otra habitación, la de antes, la de niña, asustada y maltrecha. Su padre enfrente de ella le propinaba patadas por toda la geografía corporal. En ocasiones la voz no le salía, ni tampoco las lágrimas, la respiración se le contaba y perdía el sentido. Se acordaba de la sensación de angustia al despertarse en el hospital. La primera vez creyó que había muerto y que aquello era lo que llamaban cielo. Cuando los médicos preguntaban a sus padres por el origen de los traumatismos éstos alegaban que se había caído columpiándose o que había sido producto de una pelea entre niños. Cuando fue creciendo, los pretextos variaron, llegando incluso a aducir que le había apaleado su novio - cuando no le permitían mantener contacto, ni siquiera verbal, con un miembro del otro sexo -.
Ahora ya no eran sus padres los que encontraban respuestas socialmente aceptables para aquella barbarie, ahora era el propio Sistema el que, tras ingresarla en el hospital, hacerle analíticas y detectar sustancias psicotrópicas en sus venas alegara “ajuste de cuentas”.
Lory era una experta en drogas. Había probado prácticamente todas las que se podían adquirir por las calles de la ciudad: marihuana, heroína, cocaína, LSD….Cuando su vida se cruzó con la de Raúl, era adicta a la cocaína. Trabajaba como crítico de cine, música y arte, pero lo que ganaba - que era mucho - no era suficiente para mantener su consumo, de ahí que como segundo oficio practicara el tráfico de estupefacientes.
Hasta aquel momento siempre se había jactado de las precauciones que tomaba a la hora de vender la mercancía. Le habían asegurado que los clientes, a los que tenía que conseguir una gran cantidad de cocaína, eran de fiar. Se trataba de un par de ejecutivos que tenían intenciones de organizar una fiesta. No sospechó ni por un momento que se pudiera tratar de un cebo policial.
Tres de los cuatro policías que intervinieron en la operación se marcharon porque, según ellos, aún no habían merendado y tenían hambre. El cuarto esposó a Lory y le obligó a entrar en el vehículo policial. Antes de llegar a la comisaría, Lorena ya había conseguido seducirle. El destino del viaje ya no sería la comisaría, sino un hotel en el centro de la ciudad, muy frecuantado por prostitutas. Pensó que su libertad merecía el esfuerzo que le suponía tener que mantener relaciones sexuales con aquel hombre que tanto le asqueaba. Aquel, definitivamente, no era el día más intuitivo de Lory porque, al igual que no previó la trampa que le tendieron, tampoco fue capaz de descubrir, hasta que fue demasiado tarde, la persona que se escondía tras el uniforme de policía. Entraron e la habitación del hotel. Tras cerrar la puerta, él se acercó a Lorena, la cogió por los hombros y la empujó con violencia, dejándola tumbada en la cama. Se montó encima de ella y, apuntándole con la pistola en la cabeza, le profirió toda clase de insultos. La hizo levantarse de nuevo obligándola a desnudarse. Así, desnuda, le hizo ponerse de rodillas y hacerle una felación. Cuando se cansó de esta escena, la agarro del pelo y doblándole el cuello le hizo colorarse en posición de “cuatro patas” encima de la cama. Mientras le introducía el pene erecto por el ano la azotaba con la porra. Casi no podía soportar el dolor, creía que iba a morir. Se corrío dentro de ella, dejando su miasma. Cuando sacó el miembro de su interior creyó que el acto sadista había terminado y suspiró profundamente. Se equivocó Lory. De repente, todo giró ante sus ojos y se encontró tumbada sobre la espalda y con la cara de aquel psicópata enfrente de la suya. Tenía una navaja en la mano derecha y se disponía a desfigurarle la cara “¡Se te van a quitar las ganas de follarte a nadie, zorra!”- Le gritó -. Cuando estaba a punto de rajarle el mentón izquierdo, tuvo la sangre fría de reaccionar y popinarle una patada en los testículos y, cuando se tumbó a su lado encogido como un feto, aprovechó la ocasión para coger un cenicero y darle un fuerte golpe en la cabeza con él, dejándole inconsciente. Se vistió a toda prisa y limpió con una toalla, que encontró en el cuarto de baño, todo cuanto recordó haber tocado. No sabía si lo había matado o simplemente había perdido el conocimiento. Siempre llevaba en el bolso unas gafas de sol porque no soportaba la luz intensa. Se las puso. Se tapó la cabeza con el pañuelo que horas antes le había adornado el cuello. Salió del hotel como alma que lleva el diablo con la esperanza de que nadie se hubiese percatado de su presencia.
Corrió y corrió por las calles de la ciudad hasta que las piernas ya no le respondieron. Se quitó las gafas y el pañuelo y los metió en el bolso. Se apoyó en una pared y respiró hondo, con lentitud, hasta que su ritmo cardíaco se normalizó. Caminó con la intención de entrar en algún bar de copas. Necesitaba un bourbon con urgencia. Un letrero luminoso captó su atención; las letras, grandes y de color rojo, se unían para formar la palabra “Lascivia”.
En Lascivia fue donde Raúl y yo la vimos por primera vez. Nos encontrábamos en la barra cuando la puerta de entrada se abrió y apareció una mujer jadeante, sudorosa, con un cuerpo espectacular y un pelo tan hermoso que si en el infierno hubiese ángeles, sería como el pelo de los ángeles del infierno. Lory se dirigía hacia la barra cuando, a mitad de camino, tropezó; estuvo a punto de caerse. Como acto reflejo, Raúl se levantó el taburete y se dirigió apresuradamente hacia ella. Cogiéndola por un brazo le preguntó que si estaba bien. Lorena asintió con la cabeza. Ambos se dirigieron hacia uno de los sofás de la zona de penumbra de Lascivia. Tras una pequeña conversación, Irigoyen se acercó a la barra y pidió dos bourbon con hielo. Se alejó con ellos haciendo tintinear los hielos, que chocaban contra las paredes transparentes del vaso. No cesaron de hablar durante ese tiempo. Nunca supe lo que allí se dijeron pero, de lo que sí esto seguro es de que aquel encuentro fue perentorio en la vida de Raúl; decidió acompañar a Lorena en su paseo por el “lado salvaje de la vida”.
Lascivia se convirtió en punto de encuentro para Raúl y sus nuevos compañeros de andanzas: Lidia, Lucas, Lorena y dos músicos amigos de Lidia - León cuya especialidad era el bajo y Leandro que tocaba la batería -. Se reunían como mínimo una vez a la semana preferentemente los Martes o los Jueves. Allí bebían y esnifaban cocaína hasta que su inconsciente hacía su aparición estelar, dejando en un segundo plano la lucidez. Ni que decir hay que las conversaciones eran cualquier cosa menos coherentes. El concepto que tenían de la diversión siempre me desconcertó, porque cuanto más vomitaban, mas se caían al suelo, más ridículo hacían y más lamentable era el espectáculo, mejor decían habérselo pasado. Lo que mas parecía hacerles disfrutar era no acordarse de nada o de parte de lo que habían hecho la noche anterior y que, los demás, les contaran a posteriori que había sucedido en ese espacio en blanco.
Lorena y Raúl tenían en común, a diferencia de los demás miembros del grupo, una necesidad de expresar sus inquietudes, sus opiniones, de ir más allá de lo que las noches de alcohol y drogas les proporcionaban.
Escribir en su diario todos sus sentimientos, reflexiones, experiencias…era el lenitivo de Raúl; el de Lory, a parte de escribir en su diario, era su trabajo, sentir a través de un cuadro, de una canción, de un libro, reflexionar sobre el mensaje que transmitían las obras, cambiar impresiones con otros eruditos…
En una de tantas conversaciones que mantuvieron, Raúl le comentó a Lory que era fotógrafo. Ella, de inmediato, mostró un gran interés en conocer su archivo fotográfico, lo que le colmó de orgullo dado su narcisismo, así que quedaron en casa de Irigoyen para satisfacer la curiosidad de Lorena. Una vez alli, después de beber unas cuantas copas y visualizar muchísimas fotografías, Raúl le preguntó a Lory por aquello en lo que creía, a lo que ésta respondió lo siguiente: “No es que crea o deje de creer. Es que no puedo creer. Nada ni nadie me ha demostrado que la fe conduzca a alguna parte. No puedo creer en ningún Dios porque entonces tendría que suponer que es un hijo de puta que juega con nosotros como si fuésemos piezas de un gran ajedrez. No puedo creer en mi madre ni en mi padre, y por lo tanto no puedo creer en la familia porque me han machacado desde que tengo uso de razón, y si ahora soy el deshecho que soy es gracias a ellos, en una gran medida. No puedo creer en la justicia porque no se me olvida la vez que un tío me violó y como pude me levanté del suelo y paré un coche de la policía. Los policías me llevaron a una comisaría y allí me estuvieron interrogando sobre lo sucedido, cada vez me hacían preguntas más escabrosas como: ¿Te pidió que le chuparas la polla? ¿Te comió el coño? ¿Te gustó que te abofeteara?, y cuando hubieron terminado de humillarme, comenzaron a reirse y a comentar que el tío que me había violado, pegado y ultrajado era un hombre de los que ya no quedan, que hoy en día sólo hay calzonazos y las tías necesitan mano dura. No puedo creer en la amistad cuando a la gente que me rodea sólo le interesa pasárselo bien y que nadie les moleste con sus problemas. No puedo creer en el amor porque ni siquiera sé cómo dar amor. Te podría hacer una lista innumerable, pero en resumen: no creo ni siquiera en mí misma.
Sé que detrás de mí no hay ningún angelito que me vaya a proteger si me fuese a pasar algo malo, porque ya me han pasado muchas cosas malas y nada ni nadie ha intercedido por mí. Sin embargo, te voy a confesar algo: me da miedo la muerte. Me gusta jugar con ella, pero cuando se me acerca demasiado me aterroriza. No me imagino muerta. He visto a mucha gente morir de sobredosis, SIDA, intoxicación etílica…pero, sin embargo, no puedo verme a mí misma en un depósito de cadáveres. Es algo que me supera. En más de una ocasión he pensado en el suicidio pero nunca he llegado ni siquiera a intentarlo, y no es que me dé miedo lo que pueda haber después de la muerte; sé que no hay nada, sino que no concibo el no percibir, el no sentir, la oscuridad absoluta. Sé que hace tiempo que perdí la ilusión por vivir, y que lo único que me ata a este mundo es mi cobardía. Si algún día consigo suicidarme será el día en el que realmente haya madurado como individuo y haya conseguido superar mis miedos absurdos. De hecho la humanidad saldría ganando con ello. No sabes a la cantidad de gente que he inducido a meterse en el mundo de las drogas, a liarse con personas que les han machacado, a prostituirse, a intervenir en orgías…y tampoco sabes la cantidad de ellos que han muerto mientras yo sigo aquí, viendo la vida, la muerte, la mierda pasar ante mis ojos como si yo fuese una gran planta carnívora. Y tú Raúl ¿En qué crees?”
“Creo en la realidad que me rodea. Creo en la amistad, al contrario que tú, y también en el amor, pero no en el amor eterno de las películas románticas, sino en unos sentimientos que surgen de nosotros hacia una o varias personas concretas. Creo en la relación de pareja, pero soy consciente de que todo tiene un principio y un fin, y hay que estar preparado tanto para lo uno como para lo otro. En lo que no creo es en entes superiores que nos protejan o nos castiguen. Creo que los dioses han sido inventados por los hombres para no tener que enfrentarse a sí mismos, para no tener que reconocer su inutilidad, para no tener que culpabilizarse de los males que les rodean. No hay nada más que lo que vivimos aquí y ahora y por ello no hay que actuar pensando en una recompensa futura en no se sabe dónde y de no se sabe quién; hay que dar lo mejor y lo peor de nosotros mismos en el instante en que lo podemos hacer, porque lo que dejemos para otro momento puede ser que no lo llevemos nunca a término.”
Hablaron, bebieron, esnifaron cocaína y, en un momento dado, Lory palpándose los muslos descubrió un pequeño bulto. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y encontró un par de ácidos. Una sonrisa iluminó su cara. Se tomaron uno cada uno con abundante agua. Decidieron ir al Lascivia, les apetecía estar con gente, bailar, seducir…
Se montaron en el coche de Raúl; al cabo de un cuarto de hora conduciendo notó que su percepción comenzaba a distorsionarse. La carretera se volvía como de goma y exageradamente ondulada. Las farolas se curvaban formando una especie de arco luminoso. Alucinado miró a Lory y, entonces, no pudo evitar una carcajada. La cara de Lorena se parecía a la de un dibujo animado que se mira en uno de esos espejos que distorsionan la imagen y te hacen parecer ancho y deforme. Por fin llegaron al Lascivia; Irigoyen aparcó el coche. No podía salir del habitáculo, su mano se dirigía hacia la palanca de apertura de la puerta pero no conseguía que la agarrase. Lory no decía nada. Estaba con los ojos muy abiertos y enajenada. Así estuvieron cerca de veinte minutos, hasta que Lidia, reconociendo el coche de Raúl, se acercó y dio unos golpes a la ventanilla. Al ver que ambos tenían cara de ir muy colocados, abrió la portezuela y ayudó a Raúl a salir. Éste la miró y se rió sin parar. Dejó a Raúl en la puerta de Lascivia riéndose a carcajadas. Sacó a Lory del coche, perecía una autómata con la mirada perdida y sin decir una sola palabra. Los tres entraron en el local. Después de dirigir a sus amigos hacia los sofás más cercanos que encontró, Lidia pidió dos zumos de tomate con vodka y se los dio a beber. Al cabo de una hora aproximadamente Lorena comenzó a regresar a la realidad. Al principio se asustó porque no recordaba cómo había llegado hasta allí, pero después se fue tranquilizando; no era la primera vez ni sería la última que le pasaba algo semejante. Estaba acostumbrada a que las drogas le provocaran percepciones capciosas.
Lidia preparó un cigarrillo de marihuana para que ambos lo fumasen, seguro que les relajaría y haría que, poco a poco, contactasen con la realidad; sabía que les daría un “bajón” de un momento a otro, el cual contrarrestaría suministrándoles marihuana y cocaína alternativamente.
Después de horas en un “mal viaje”, Lorena comenzó a hablar incontroladamente, notando como su excitación iba en aumento.
Raúl únicamente consiguió recordar hasta el momento en que Lorena y él subieron a su coche camino del Lascivia, el resto para él fue un vacío en su memoria. Despertó en su casa, en su cama, con Lidia, Lorena, dos chicas que no conocía y dos hombres también desconocidos para él. No supo como había llegado hasta allí y, lo peor de todo, no supo qué había pasado allí. Se sintió terriblemente. Aquello empezaba a carecer de sentido. La vida se le escapaba entre los dedos, cualquier día podría ser el último, cualquier día se quedaría en el lado salvaje, en el lado oscuro, y no regresaría jamás. En estas y otras cosas estaba pensando cuando se percató de que tenía que ir a una rueda de prensa a las doce. Miró el reloj: las diez y media, justo el tiempo para ducharse, vestirse, coger el equipo y marcharse. Un fuerte dolor de cabeza le inquietaba, deglutió dos tabletas de paracetamol. Después de un día de trabajo, fatigado, regresó a casa. Ya no había nadie en ella, sólo permanecía un desorden que le irritó. Recogió todo lo que encontró tirado por el suelo, metió las sábanas junto con la ropa sucia en la lavadora, pasó el aspirador, echó ambientador y cuando hubo acabado se arrellanó en el sofá del salón, agotado.
Irigoyen se dejaba arrastrar por Lorena. Sentía por ella una fascinante atracción sexual que él denominaba estar enamorado. No soy quien para juzgar los sentimientos de Raúl, es más, si él leyera esto seguro que diría: “! Qué sabra este soplapollas de lo que yo siento o dejo de sentir!”, pero a veces, un espectador externo puede ser más objetivo a la hora de analizar los hechos que las propias personas implicadas en ellos. Desde mi punto de vista, lo que Raúl veía en Lorena era el reflejo de si mismo. Se veía a él con cuerpo de mujer, lo que hacía que sintiera unas ganas incontrolables de dejarse arrastrar. Siempre había sido muy narcisista, es decir, que como Narciso, se hubiera enamorado de su propia imagen reflejada.
Lorena, sin embargo, era consciente de que no estaba enamorada de Raúl, pero le gustaba estar con él porque era el único que no la trataba como un cacho de carne (eso si muy especial) con ojos.
Aquella relación marco la conducta de Irigoyen en aquel periodo. Llego incluso a tener problemas con un traficante de drogas que estuvo a punto de pegarle un tiro entre los ojos por un impago que le adeudaba. No faltaran maridos furiosos que hubieran deseado verle muerto por haberse acostado con sus mujeres, muy santas ellas hasta que se toparon con él en su camino. Era realmente fácil creer que mi amigo hubiese pervertido a más de una nena, era realmente fácil creer las acusaciones que le hicieron aquellos dos policias en el Lascivia.
Todo el mundo, por aquel entonces, le decía que iba a acabar muy mal, que algún día le iban a contagiar alguna enfermedad mortal; o iba a aparecer muerto por una sobredosis de drogas y alcohol o con un tiro en la nuca por ajuste de cuentas.
Todo le daba igual, porque todavía no había conseguido comprender porqué hacía todo aquello, porqué se autodestruía, por que la vida se había convertido para él en un trozo de pastel que hay que comerse rápidamente para que nadie te lo quite.
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