DOS ROSAS AMARILLAS PARA UN ADIOS: CAPITULO 1 (COPY JAVIER PARRA)







Dos rosas amarillas para un adiós


Tras once largos años de matrimonio con algunas satisfacciones, muchas frustraciones y dos hijos, decidí que había llegado el momento de empezar de nuevo, de iniciar un capítulo más. Así que sin darle más vueltas y sin coger ni siquiera ropa interior para cambiarme, salí por la mañana, más o menos a eso de las siete y media de un frío día de invierno madrileño, para no regresar nunca más al que durante tantos años había sido mi hogar conyugal. Para emprender el nuevo ciclo que debía afrontar contaba con poco más de 60.000 pesetas (la moneda de entonces), un reloj regalo de una conocida marca de refrescos, dos paquetes de tabaco, un mechero Bic, la ropa que llevaba puesta y una mochila en la que había metido mi inseparable Nikon, la documentación (D.N.I., Pasaporte y acreditación de periodista) y poco más, ni siquiera había cogido una fotografía de mis hijos.
Empezar un nuevo día sin ninguna responsabilidad familiar ni laboral es algo indescriptible, es algo parecido a un sueño que has tenido a lo largo de muchos años y que de pronto se hace realidad, parecido también a haber estado durante muchos años en un presidio del que sabes que nunca más vas a salir y de pronto un día, sin saber porqué, te ponen en libertad. Es una situación difícil de asimilar a priori, te cuesta creer que podrás disponer de todo el tiempo que desees a tu libre albedrío, usándolo simple y llanamente para tu uso y disfrute. ¡Una auténtica gozada! Aquella primera mañana vagué por zonas típicamente administrativas de Madrid como los Nuevos Ministerios, el largo paseo de la Castellana, la denominada zona de Azca, o los siempre concurridos alrededores de los Juzgados de Plaza de Castilla. El variopinto enjambre de personas, desplazándose de un lado a otro con rapidez y seriedad, como realizando algo importante o al menos interesante, me fascinó. En pocas ocasiones había podido disfrutar de la oportunidad de observar al personal desde este otro lado de la barrera, es decir, del lado de los desocupados, los jubilados, los drogotas, los delincuentes, las putas en espera de un cliente o desde el de los simplemente vagos. Para mi asombro y perplejidad descubrí que a diferencia de la creencia general, no sólo no me sentía mal por haberme pasado al otro bando, sino que empezaba a sentirme realmente identificado con aquellos seres que no producen nada para la sociedad o el sistema, sobre todo, cuando aprecié el mal humor y el nerviosismo que emanaban los que sí producen, los que se sienten integrados y útiles. Como a pesar del intenso frío invernal, el día se mostraba soleado y apacible, alejado de la amenaza de lluvias, decidí prolongar mi paseo por los alrededores de la calle Bravo Murillo, descubriendo calles y personas que evocaron en mí otros tiempos.  Fue como si de alguna manera hubiera vuelto a los grises días de mi infancia, aquellos en los que aún paseaban por estas calles las vacas de las lecherías del entorno, los motocarros y sobre todo la miseria de una época caracterizada por el blanco y negro. Después regresé a la plaza de Castilla y me senté en el interior de una moderna cafetería, situada enfrente de los Juzgados, a la que suelen acudir a desayunar o reponer fuerzas a media mañana, jueces, abogados, delincuentes que acaban de obtener la libertad provisional y un amplio espectro de familiares de esta singular fauna que entra y sale de los juzgado.
Ocupe una mesa vacía y pedí una cerveza acompañada de un chupito de bourbon
con el fin de deleitarme saboreando ambas bebidas. No llevaba más de diez minutos  sentado cuando entró en la cafetería una chica de unos veinte años que, no sé por qué causa, captó de inmediato mi atención. Posiblemente influyeron tanto su vestimenta como su peculiar forma de moverse, el caso es que no podía dejar de observarla, eso sí, con la máxima discreción para que ella no se diera cuenta. Llevaba un anorak rojo que le llegaba a la altura de las caderas, dejando al descubierto parte de la minifalda de color negro que contrastaba fuertemente con el intenso azul de unas medias de dibujos romboidales acompañadas de unas botas también de color rojo, supongo que combinadas con el anorak. Su largo y negro pelo lo llevaba sujeto por una goma, también roja. Al sentarse en el taburete de la barra, se desabrochó el anorak dejando al descubierto una ajustada camiseta blanca en la que se perfilaban unos pequeños pechos. Era bastante alta – calculo que alrededor de un metro setenta – y de complexión atlética, por lo que era difícil que no llamara la atención, sin embargo, creo que no fue solamente su físico lo que me atrajo sino también su nerviosa manera de comportarse desde que entró en la cafetería. Sus movimientos eran bruscos y desordenados. Cuando se sentó en el taburete resbaló y estuvo a punto de caer al suelo y cuando puso el bolso sobre la barra volcó una jarra de cerveza del individuo que tenía al lado. Ruborizada e inquieta se disculpó. Le pidió algo al camarero y poco tiempo después éste le puso una taza humeante sobre la que vertió leche de una jarra metálica, por lo que deduje – no hace falta ser muy inteligente para ello – que se trataba de un café con leche. Después de un par de sorbos, abrió el bolso y se dispuso a buscar, insistentemente, algo en su interior, sin resultado positivo. Dejó de nuevo el bolso sobre la barra y cogió su anorak para efectuar un registro a fondo del mismo, sacando de uno de los bolsillos un pitillo arrugado.  Ante mi sorpresa fijó su vista en mí. De camino hacia mi mesa se puso el pitillo en la boca y cuando estuvo frente a mí, me pidió educadamente que le prestara el mechero que tenía al lado de mi paquete de cigarrillos, encima de la mesa. Asentí con la cabeza. Cogió el mechero, encendió el pitillo y volvió a dejarlo en su posición original, dándome las gracias al tiempo que se daba la vuelta para volver a la barra. Aproveché para inspeccionar su gracioso y respingón trasero y sus largas y preciosas piernas. De repente se dio la vuelta y se encaminó nuevamente hacía mí. Prácticamente en un susurro me preguntó si podía coger un pitillo de mi paquete, pues su cigarrillo debía estar partido porque no tiraba. Sin esperar un consentimiento por mi parte, lo cogió y lo encendió. Afortunadamente me repuse de la sorpresa inicial que su vuelta me ocasionó y supe reaccionar ofreciéndole sentarse conmigo, si es que estaba sola. Me dio las gracias por el pitillo y sin añadir nada más regresó a la barra, cogió su taza de café y el bolso y nuevamente se dirigió hacía mi mesa donde los dejó. Se quitó el anorak, lo dobló y lo colocó en una de las sillas, sentándose posteriormente enfrente de mí. Ninguno de los dos dijo nada. Nos limitamos a fumar nuestros respectivos cigarrillos y a echarnos miradas de soslayo de vez en cuando, fingiendo indiferencia. Cuando el silencio empezaba a ser incómodo, ella lo rompió preguntándome si esperaba a alguien o simplemente estaba haciendo tiempo. Le conté que esa misma mañana había decidido marcharme de casa y liberarme de once años de matrimonio y que en aquel momento estaba disfrutando de mi tiempo libre y que, por lo tanto, podía quedarme en cualquier sitio eternamente si me apetecía, sin necesidad de tener un motivo para ello, como podía ser esperar algo o a alguien. Esbozó una sonrisa a la vez que puso cara de sorpresa. Según ella era la primera vez que alguien intentaba ligar con ella contándole una historia tan original. Encendió un nuevo cigarrillo. Volvimos a caer en el mutismo del principio y de nuevo fue ella quien tomó la iniciativa. Me contó, mirándome fijamente a los ojos, que se llamaba Ana y que acababa de despedirse de su chico en una sala del juzgado, pues un hijo de puta de juez le había condenado a diez años de cárcel por atraco a una sucursal bancaria. Sus ojos se empañaron por las lágrimas que brotaban de sus ojos verdes, los ojos verdes más hermosos que he visto en mi vida. Le ofrecí un pañuelo para que pudiera secárselas. Cuando me devolvió el pañuelo, dándome las gracias, parecía encontrarse mucho más calmada que cuando entró en la cafetería. Su charla conmigo le había servido de terapia. Me sonrió y con cierta ironía me preguntó que si algo de mi historia era verdad o simplemente le había soltado aquel rollo para ligar con ella. Le dije que no se trataba de ninguna invención.  Me propuso comer juntos y así contarnos, con más detalle, nuestras respectivas historias. Accedí, no sin antes preguntarle que a qué se dedicaba, porque no tenía pinta de ir por ahí atracando sucursales bancarias. Sonrió de nuevo. Tocaba la guitarra y el órgano en un grupo de rock. Me devolvió la pregunta. Soy periodista – respondí – y me llamo Adolfo. Nos levantamos y tras pagar salimos a la calle. Ambos propusimos diferentes sitios para comer, pero finalmente Ana aceptó que fuéramos a un pequeño restaurante que yo conocía en una de las calles cercanas a Mateo Inurria, lugar que frecuenté durante el periodo en el que colaboré en el desaparecido diario “Ya”, que tenía su sede en aquella zona. Era un lugar donde podíamos estar tranquilos para charlar largo y tendido, sin la algarabía habitual en los restaurantes los días laborables.
Durante la comida me contó que conoció a Tele – su chico - durante un concierto celebrado tres años atrás en la antigua Sala Revolver. Él tocaba la batería en una banda de rock duro llamada “Los lapos”, mientras que ella pertenecía a un grupo pop-rock que utilizaban el nombre de “Los amnésicos”, dónde hacía la segunda voz, acompañamiento rítmico y la mayoría de las letras y la música. Unidos por la música, salieron como amigos a tomar unas copas de vez en cuando, posteriormente, también como amigos, alquilaron juntos un apartamento y, sin darse cuenta, acabaron por compartir algo más que los gastos. Con el dinero que ambos conseguían tocando en sus respectivas bandas tenían más que suficiente para sobrevivir. Realizaban actuaciones en directo en los pequeños garitos madrileños y pueblos de alrededor de la Comunidad, incluso habían logrado introducirse en el circuito de bolos que se realizan por los diferentes pueblos de la geografía española en el periodo de las fiestas estivales. Los problemas económicos comenzaron tras engancharse ambos, casi sin darse cuenta, a la heroína, a la coca y al hachís. Al principio el consumo no era tan elevado como para no poder afrontarlo, sin embargo, a medida que las dosis fueron aumentando también lo hicieron, más que proporcionalmente, los problemas económicos. Un día recibieron una desagradable visita para informarles de que debían más de un millón y medio de pesetas y que o bien pagaban en el plazo de dos días o bien se las verían con unos individuos que, dependiendo de su estado de ánimo, les partirían las piernas o se los cargarían. En aquel momento fueron conscientes de que tenían un verdadero problema y que tendrían que conseguir el dinero como fuera si no querían ver afectada su integridad física, así que Tele decidió ponerse en contacto con un antiguo colega que se movía en los ambientes de la delincuencia y al que ya, en otras ocasiones, había ayudado a llevar a cabo pequeños trabajos que le reportaron algo de pasta sin meterse en grandes líos. Casualmente su colega tampoco estaba pasando por una buena racha, así que su ofrecimiento le vino como anillo al dedo. En poco tiempo ideó un plan, que según le reiteró hasta la saciedad, no ofrecía el más mínimo peligro. El plan consistía en atracar una sucursal bancaria situada una zona recién urbanizada de un barrio obrero de la periferia. Según el colega esta oficina, al acabar prácticamente de abrir sus puertas al público, no contaba con guardia de seguridad y además apenas tenía movimientos de clientes, con lo cual el golpe era facilísimo ya que cuando llegara la policía ellos estarían a varios kilómetros del lugar de los hechos. El día del robo las cosas no salieron como tenían previsto. Nada más entrar en la sucursal su aspecto le pareció sospechoso a uno de los cajeros quien, nada más escucharles gritar que aquello era un atraco, accionó el botón de la alarma, avisando de esta manera a la pasma de lo que estaba sucediendo, sin que ellos pudieran advertirlo. En el momento en el que ellos, alegremente, guardaban en una bolsa los billetes que el cajero les iba dando, varios coches de policía con las sirenas desconectadas se apostaron en las puertas de la entidad bancaria. Nada más salir se les echó encima una bandada de maderos. El resto de la historia, según Ana, ya lo conocía más o menos, a su chico le habían caído diez años de cárcel por atraco a mano armada. Las armas que utilizaron aquel día eran simuladas, elemento éste que el juez y el fiscal pasaron completamente por alto, juzgándolos como si realmente hubiesen usado armas autenticas, aplicándoles el Código Penal con toda severidad. Después de terminar su relato guardó un largo silencio, a la espera de que yo tomase la palabra y le contase mi historia.
Tras esta pausa, y después de bebernos el café que habíamos pedido como postre, ambos decidimos tomarnos una copa. Ana pidió un JB en vaso ancho con un solo hielo, mientras que yo opté por mi bebida favorita, un Four Roses con una birra que me limara la aspereza del bourbon. Después de un par de tragos, le expliqué a Ana los motivos por los que había decidido largarme de casa y abandonar, después de once años, a la que había sido mi mujer y a mis dos hijos. Ana escuchó estoicamente mi argumentación filosófica sobre el desgaste de la pareja y la necesidad de cambios en la vida de los individuos, sin comentar absolutamente nada Sólo cuando finalicé mi extenso relato sobre las vicisitudes de la vida conyugal, me preguntó si tenía pensado dónde iba a vivir a partir de entonces. La pregunta me cogió por sorpresa, pues si bien es cierto que la decisión de marcharme la tenía más o menos tomada desde hacía un par de años, nunca me había planteado donde viviría el día que me marchase, así que no fue nada extraño que la pregunta de Ana me dejase durante cierto tiempo fuera de juego, pues había abierto la puerta de un problema al que no tenía más remedio que enfrentarme, un tema que no podía eludir. En algún sitio tendría que pasar al menos esa noche.
Ana me miró fijamente y esbozó una sonrisa irónica al observar mi cara de estupor, para a continuación y por vez primera desde que nos habíamos conocido, empezar a reírse abiertamente. Entre risa y risa me decía: tío tu estas completamente chalado, ya me dirás dónde coño vas a ir cuando veas que llega la noche, ¿a quien se le ocurre romper un matrimonio después de once años y no tener previsto un lugar donde vivir, o al menos dormir?. También yo me reí con ganas pues el asunto tenía guasa. Si al menos hubiera sido verano podría haber dormido en algún parque, pero en pleno invierno la situación se complicaba. Le dije que buscaría una pensión para pasar la noche y  que al día siguiente me pondría en contacto con alguna amiga o amigo con quien poder pasar algunos días, hasta poner un poco de orden en mi vida. Ana me sonrió y con voz firme, cogiéndome la mano, me dijo: anda gilipollas, por esta noche te puedes quedar en mi apartamento, así que paga la cuenta y vamos a cualquier tienda para que te compres unos gayumbos y te puedas cambiar de ropa interior. Por cierto, puedes usar la ropa de Tele, pues no creo que durante algún tiempo le vaya a hacer falta. Pedí la cuenta, pagué y nos dirigimos a la entrada de metro de la Plaza de Castilla para ir en dirección a Argüelles pues el apartamento de Ana estaba en la calle Guzmán el Bueno, muy cerca de El Corte Inglés de la calle Princesa en el que pensábamos entrar para comprarme ropa interior. Durante el trayecto charlamos sobre música. Ana era una auténtica fan del sonido garajero y entre sus grupos favoritos estaban Led Zeppelín, The Kinks, The Who o la primera formación de la Velvet Underground, aspecto éste en el que insistió mucho, pues afirmaba que después de la marcha de John Cale y Nico dejaron de sonar igual. A ambos nos gustaba la primera etapa de los Stones, concretamente hasta la marcha de Mick Taylor, ya que después de abandonar este guitarrista la formación se convirtieron en una maquina de hacer pasta sin más. Lo más curioso fue que ambos nombrásemos a Tom Waits al hablar de la que, a nuestro parecer, era la mejor voz del panorama musical.
En el Corte Inglés, aparte de unos cuantos gayumbos, compramos todo lo necesario para preparar una cena algo especial, una buena provisión de birras y un par de botellas de bourbon. Ana vivía en la séptima planta de un edificio típico del  viejo Madrid de los años treinta, una de esas casas antiguas en cuyo ascensor puedes echar, con tranquilidad, un buen polvo durante el tiempo que tarda en llegar al último piso. Al salir del ascensor me llamó la atención el contraste entre la claridad de este último y la oscuridad de la escalera, ya que la única iluminación en todo el pasillo procedía de una bombilla de unos 20 watios, lo que le confería un aspecto tenebroso, propio de las películas de terror, aunque quizás, por otro lado, fuese lo más acertado, ya que por lo que pude vislumbrar había una absoluta falta de mantenimiento. Nada más abrir la maciza puerta de la vivienda de Ana todo cambió. Un largo pasillo, iluminado por una ventana que daba a un patio interior, conducía directamente a un no menos espacioso y luminoso salón, en el que se amontonaban, en un rincón, varias piezas de una batería, un par de guitarras eléctricas, un órgano Roland, tres amplificadores, varias columnas de altavoces, un par de micros y multitud de cables. En el centro se hallaba una gran mesa rodeaba de seis sillas. Más que por sus desproporcionadas dimensiones la mesa impresionaba, a primera vista, por la multitud de objetos varios que ocupaban su inmensa superficie como, por ejemplo, bolsas de patatas a medio consumir, un brick de leche, botes de zumo, botellas de cerveza e incluso varios platos impregnados de comida reseca, con evidentes signos de llevar allí varios días. Un amplio sofá de color amarillo limón, eso sí, con multitud de manchas, ocupaba un lateral del salón. En él se amontonaban una gran variedad de revistas musicales y alguna que otra porno. En una de las paredes había una especie de estantería que, aparte de un televisor y un equipo de música, acogía multitud de libros, catálogos, fotos e innumerables cachivaches de toda índole, desde pipas para fumar marihuana, hasta figuritas de iconografía budista. Los libros, en su mayoría, versaban sobre parapsicología y ocultismo pues según me comentó Ana, su chico se había apasionado por estos temas después de leer en una revista musical que los componentes de Led Zeppelín practicaban la magía negra y demás sandeces por el estilo. Los demás eran de Ana, casi todos de narrativa norteamericana, de autores como Bukowski, Kerouac, Carver o Mailer. Sobre una silla, al lado de la estantería, se amontonaban varias prendas de abrigo, tales como anoraks, cazadoras, bufandas y algún que otro gorro de esos que usan los montañeros. Al igual que el resto de la casa, el dormitorio era muy luminoso y espacioso, en este caso tenía no sólo dos hermosas ventanas sino que además contaba con un pequeño bacón de dos puertas. La cama consistía en un colchón que descansaba directamente sobre el suelo enmoquetado, a modo de perchero había una barra elevada sobre dos caballetes, y para guardar prendas y objetos pequeños  tres o cuatro cajas, de esas que tienen cajones, hacían la función de mesilla. La mayor parte del espacio de la cocina estaba ocupado por amplificadores, cajas para transportar los instrumentos y una bicicleta estática, de lo que deduje que no la utilizaban demasiado para el fin a la que estaba destinada,  tan sólo la mesa, aún a pesar de los innumerables platos, tazas, vasos y otros enseres por el estilo, podía decirse que realmente cumplía su misión, pues ni el fregadero se podía usar debido a que en él se amontonaban cacharros y más cacharros. En una de las paredes estaba el frigorífico, una cocina de esas que tienen un horno en la parte inferior, y un mueble sobre el que encontraban un microondas y una cafetera eléctrica. Por último me enseñó el cuarto de baño en el que había una de esas enormes bañeras con cuatro patas en las que casi se puede nadar, un lavabo con un gracioso pie en forma de sirena, un bidet, una taza, un armario atiborrado de botes de maquillaje, cremas, colonias y demás enseres y un gigantesco cubo que usaban para echar la ropa sucia, a pesar de que la lavadora, curiosamente, estaba al lado de este cubo.
Después de este paseo turístico, Ana me dijo que actuase como si aquella fuese mi casa. Acto seguido se marchó a darse un baño. Necesitaba relajarse. Aproveché que Ana estaba en el cuarto de baño para adecentar un poco el fregadero de la cocina, lavando parte de los utensilios que allí había y quitando de en medio los que no servían para nada. También limpié la mesa y tire todos los desperdicios. Al menos, pensé, tendríamos un lugar más o menos decente para cenar y desayunar. Después saqué alguna de las cosas que habíamos comprado y preparé una merienda cena.  Fui a buscar a Ana para ver si ya había terminado con su baño. Efectivamente, Ana había acabado,  sólo que en lugar de preparándose para cenar y posteriormente echar un buen polvo, como yo pensaba, la encontré profundamente dormida sobre el colchón. El agotamiento junto con el relax que le proporcionó el baño hicieron que cayera rendida, no dándole tiempo a secarse del todo, pues tenía la toalla de baño tirada a su lado. Como estaba completamente desnuda la observé con detenimiento, deleitándome en mirar cada centímetro de su piel, comprobando que poseía un cuerpo que parecía esculpido por un artista.  No le sobraba ni le faltaba absolutamente nada. Incluso los pechos, a pesar de ser pequeños, armonizaban a la perfección con el resto de su anatomía. Quizás lo que más atrajo mi atención fue el curioso tatuaje que tenía encima del ombligo y que consistía en un par de rosas de color amarillo con sus tallos entrelazados. Estaba boca arriba y con las piernas abiertas en tijera. Examiné su coño. La visión de aquel jugoso, apetecible y boscoso manjar despertó mi lujuria y, con ella, mi miembro viril. La fuerte erección sólo admitía, para bajarse, o bien un buen polvo o bien una buena paja, así que opté por la segunda de las opciones, corriéndome sobre la toalla que Ana había usado para secarse y que aún conservaba su agradable olor.
Me di una relajante y tonificante ducha, cené algo de lo que había preparado y dispuse a ver una película que comenzaba justo en el instante en que encedí la televisión. Trataba sobre una pareja que decidía casarse para que él pudiera quedarse a residir en los Estados Unidos y no tuviera que volver a su país de origen; una comedia de esas que siempre acaban con un final feliz. Me quedé dormido a la mitad y cuando me desperté, a eso de las tres de la madrugada, estaba aterido de frío y tenía unas ganas enormes de orinar. Fui a mear, bebí un zumo de naranja y acudí a echar un vistazo a Ana quien seguía profundamente dormida y se había medio tapado con la toalla de baño, así que se la quité como pude, sin despertarla, y la arropé con el edredón que tenía al lado del colchón. Busqué una manta o algo que sirviera para taparme encontrando, después de un buen rato, un par de mantas de viaje en el salón, así que me envolví en ellas, me tumbé sobre el sofá y volví a quedarme profundamente dormido.
Sobre la diez de la mañana Ana me despertó acercando a mi nariz una humeante y apetitosa taza de café al tiempo que me susurraba al oído que además del café había unos jugosos cruasanes rellenos de mermelada esperándome en la mesa de la cocina. Tardé algunos minutos en reaccionar y cuando reconocí a Ana me incorporé, sonriendo, para disfrutar del festín que me estaba ofreciendo. Cuando me puse de pie advertí que estaba en gayumbos y que se me notaba ostensiblemente la erección matinal con la que habitualmente me despierto, así que me tapé un poco con las manos intentando que pasara desapercibido, mientras Ana se descojonaba de risa. Antes de ir a la cocina acudí al cuarto de baño a mear para que, entre otras cosas, me bajara la erección; aproveché para mojarme la cara con agua fría para despejarme. Me senté en la mesa con Ana y  nos zampamos un par de cruasanes con tres o cuatro tazas del excelente café que había preparado. Mientras nos fumábamos el segundo pitillo mañanero me preguntó qué pensaba hacer en aquel primer día de “soltero”.
–La verdad es que no tengo grandes planes. En primer lugar, iré al banco para abrir una cuenta corriente a mi nombre. Luego acudiré a la agencia en la que colaboro como free-lance y después a la  redacción de la revista en la que hago crítica literaria con el fin de proporcionarles, para que me puedan localizar mientras me hospede aquí, la dirección y el teléfono, aparte de darles los datos de la cuenta bancaria que abra para que puedan abonarme en ella las colaboraciones - le dije –. También he de organizar un plan de trabajo pues no me gustaría en absoluto quedarme sin pasta, así que me pasaré por alguna tienda de segunda mano a comprarme una maquina de escribir, folios y demás cosas que necesito para ir saliendo al paso - añadí mientras me encendía el tercer cigarrillo del día –. Por cierto Ana, como también voy a comprar material fotográfico, podrías dejarme hacerte algunas fotos ¿Qué opinas?.
Ana sonrió, y con cierta ironía me dijo que tendría que pensárselo pues ella era una modelo bastante cotizada, ahora bien, lo que sí quería era que fotografiara a su grupo pues, precisamente, necesitaban fotos para los carteles promocionales y para la portada de un L. P. que estaban a punto de editar.
–Por mi parte, cuando tú quieras - le contesté.
Acordamos que, cuando ambos terminásemos de resolver nuestros asuntos, quedaríamos para comer juntos. Ana tenía que ir al bufete del abogado de Tele para saber si había alguna posibilidad de que le redujeran la condena. Acordamos vernos sobre las tres y media en el Vips de la calle Ortega y Gasset, esquina con la de Velázquez.
Ana llegó alrededor de las cuatro de la tarde, media hora después de la convenida, disculpándose nada más sentarse.  Me comentó que el hijo de puta del abogado la había tenido esperando cerca de dos horas, para posteriormente recibirla y despacharla en menos de diez minutos, y además, para decirle, el muy cabrón, que probablemente a Tele no le rebajarían la condena porque tenía antecedentes por tenencia de estupefacientes, entre otros delitos menores. Así que a lo único que podía aspirar era a una reducción, de uno a tres años, por buena conducta y trabajos dentro del recinto penitenciario. Cuando acabó de ponerme al día, se serenó un poco y se dio cuenta de que me estaba comiendo una apetitosa hamburguesa con patatas fritas, así que sin más, me soltó que yo también era un hijo de puta de la hostia, ya que podía haberla esperado un poco más para comer los dos juntos. Como debí poner cara de sorprendido se empezó a reír y me dijo que se trataba sólo de una broma, que había hecho bien empezando a comer, pues ni ella misma habría podido saber a que hora iba a llegar. Llamó al camarero, y se pidió una ensalada con pasta y una birra para acompañarla.
Mientras se comía la ensalada y yo tomaba un café, le conté que ya había arreglado los asuntos del curro; la revista seguiría encargándome nuevos artículos y la agencia no me había puesto el más mínimo problema. También le dije que mi siguiente objetivo era buscar un apartamento de alquiler para no seguir abusando de su hospitalidad durante mucho tiempo más.
–Eres un poco gilipollas, te puedes quedar en el mío el tiempo que te salga de los cojones y cuando te dé la gana te largas, pero no porque pienses que me molestas ¿De acuerdo? - Me contestó bastante enfadada.
-De acuerdo tía. No te enfades, únicamente me estaba refiriendo a no invadir tu intimidad durante mucho tiempo.
Dimos por concluida la disputa. Ana me propuso acercarnos después de comer al local de ensayos para presentarme a los integrantes de su banda. También quería conocer mi opinión sobre la música que hacían. Pagamos y en la puerta del Vips cogimos un taxi con dirección al local de ensayos.
Ana y su banda ensayaban en un piso de un edificio prácticamente en ruinas, en la calle Cartagena. Todos los pisos habían sido habilitados para que, en cada uno de ellos, ensayaran dos o tres grupos musicales o de teatro; incluso en uno de ellos estaba ubicado el estudio de un pintor-escultor. Esta curiosa situación daba lugar a un continuo trasiego de gente de lo más variopinta, que entraba y salía del viejo edificio. Todos se conocían, lo que creaba un ambiente de camaradería en el que cualquier problema que pudiera tener cualquiera de ellos, pasaba inmediatamente a ser de la colectividad. Siempre había algún voluntario dispuesto a sustituir a un miembro de alguna de las bandas que estuviera enfermo o que simplemente no pudiera acudir ese día a un ensayo de su grupo. Del cobro de los alquileres y del mantenimiento del edificio se encargaba un individuo que, al parecer, había sido mercenario en Angola con el FNLA y que imponía el suficiente respeto como para que aquella peña no se desmadrara excesivamente. Aparte de procurar que no faltase la luz, el agua o cualquier cosa que necesitara el edificio para seguir funcionando, se encargaba de controlar la entrada de personas ajenas al edificio y reclamar el pago del alquiler a los olvidadizos de turno. El tipo realizaba aquella actividad simplemente por interés; su abuela era la dueña del edificio y estaba empeñada en no vender el viejo inmueble mientras permaneciera con vida, así que a él no le quedaba más remedio que esperar a que la vieja la palmara para heredarlo y poder venderlo. Un día le propuso a la anciana – ya que ésta no quería vender – alquilar todos los pisos para sacarse un dinero con el que ir viviendo ambos. La abuela aceptó con la condición de que la primera planta del edificio quedara sin arrendar, de manera que ella pudiera vivir en uno de los pisos y su nieto en el otro. Como no entendía muy bien por qué el tío aquel había elegido alquilar los pisos como locales de ensayo, un día aproveché que el tipo tenía un puntito (había bebido más de la cuenta, y además estaba puesto hasta el culo de chinos) para preguntárselo.
 - Por dos razones, la primera para poder echar con facilidad a los inquilinos el día que la vieja estire la pata, la segunda porque así me aseguro dos cosas: el suministro de heroína y coca y sexo gratis con las tías colgadas que pasan por aquí. Siempre procuro tener a mano, además de las dosis para mí, algunas de más como moneda de cambio para echar un polvo o que me hagan una buena mamada - me explicó el muy hijo de puta.
El grupo de Ana estaba compuesto por Tato, a la batería, un buen tipo que había abandonado la carrera de Derecho para dedicarse únicamente a la música; Mati, que tocaba el bajo, era la típica macarra de carabanchel y curraba en una pescadería para sacar pelas con las que poder sacar adelante a un hijo de tres años que había tenido cuando apenas tenía dieciséis, se le presentaba un futuro de lo más incierto y eso que aún no había cumplido los veinte, estaba enganchada a la heroína; Fede, tocaba la guitarra solista, cantaba y, además de ser con Ana líder del grupo, componía con ella la mayoría de los temas de la banda, llevaba la representación con los promotores y se encargaba de negociar con las discográficas la ansiada edición de un primer L. P; Esporádicamente, colaboraba con ellos Marga, una chica de dieciséis años, que estudiaba música en el conservatorio y que, siempre que sus estudios se lo permitían, se unía a la banda para tocar el piano o el órgano eléctrico. Siendo objetivos, el grupo no sonaba nada mal. Su estilo era una mezcla entre The Clash, los Ramones y la Velvet Underground. Su estética también era buena, tanto los chicos como las chicas iban a lo último en cuanto a moda se refiere.
Casi sin darme cuenta, habían transcurrido un par de semanas desde que conocí a Ana. Allí me sentía como en mi casa. Compartíamos todos los gastos e íbamos juntos a comprar todo lo que necesitábamos para la casa y para comer. De vez en cuando, salíamos a tomar unas copas o a ver una película en versión original, a las que ambos éramos muy aficionados. Incluso, en algunas ocasiones, Ana me acompañaba mientras yo hacía los reportajes que me encargaban en la agencia. En contrapartida, yo solía acudir a los ensayos de su grupo y a menudo a recogerla al local, simplemente para irnos juntos al apartamento, por lo que de cara al exterior parecíamos una pareja tradicional. Sin embargo, de puertas hacia dentro, yo seguía durmiendo en el sofá del salón y Ana en su dormitorio e incluso, a pesar de la enorme familiaridad e intimidad que compartíamos el uno con el otro, en ningún momento nos insinuamos para echar un polvo. Siempre que la veía denuda terminaba haciéndome una paja y a ella me la encontré, igualmente, masturbándose un día que pensó que yo tardaría en llegar. Aquel día telefoneé a Ana para decirle que llegaría sobre las tres o las cuatro de la madrugada porque tenía que tomar unas fotos en una presentación de un libro que empezaba sobre las nueve y media de la noche y tenía la intención de, cuando acabase el acto, entrevistar al escritor. Justo cuando iba a salir, llamaron de la agencia para decirme que no hacía falta que fuese, pues el evento había sido aplazado porque el escritor se había puesto enfermo, así que decidí cambiar de planes y me largué a cenar y, de paso, a pillar algo de coca. Cené en el Vips de Princesa y luego llamé a mi contacto para encontrarme con él en la cafetería California de la Gran Vía. Después de charlar un rato con P., decidí regresar al apartamento para meterme unas rayitas y acabar un artículo que tenía pendiente para la revista en la que colaboraba y que, precisamente, trataba sobre los estados alterados de la mente; ideal para la ocasión. Cuando llegué abrí la puerta como de costumbre. Pensé que Ana aún no había llegado porque todo estaba oscuro y silencioso. Me desnudé, me  puse ropa cómoda de estar por casa y me dispuse a escribir después de meterme un par de generosas rayas. Fue entonces cuando escuché unos gemidos que provenían del dormitorio de Ana. En un primer instante pensé que estaba acompañada de alguien echando un polvo, por lo que estuve a punto de  volver a vestirme y darme un garbeo para regresar sobre la hora que le había comentado que llegaría, sin embargo, supongo que la faceta de mirón que todos llevamos dentro pudo más, y decidí echar un vistazo a hurtadillas por la rendija de la puerta. Lo que vi me dejó mudo de asombro; Ana estaba tumbada sobre la cama, boca abajo y con el culo empinado. Al mismo tiempo que se introducía un enorme vibrador por el ano, se frotaba frenéticamente el clítoris. Estaba tan excitada que ni siquiera se percató de que yo había llegado, y menos aún que la estaba observando, así que siguió a lo suyo y yo, por mi parte, me quedé viendo ese espectáculo tan sensual y erótico que me ofrecía. Cuando se corrió vi las gotas que salieron de su coño. Debió quedar tan satisfecha, que nada más acabar se dejó caer tal como estaba, boca abajo, y poco tiempo después se durmió profundamente. Aquella escena me había puesto a tope de cachondo, así que me hice una paja a su lado, viendo su sensual figura, dentro de la habitación. En algún momento, casi sin ser consciente de lo que hacía debido a la enorme excitación, cogí del suelo sus braguitas y me las acerque para olerlas. Justo cuando noté que me iba a correr me puse las bragas en la polla y eyaculé sobre ellas. Con las bragas manchadas de esperma, salí de la habitación y me dirigí al cuarto de baño, con la finalidad de ponerlas a remojo en un barreño, para que Ana no se diera cuenta de lo que había ocurrido. Me tuve que dar una ducha de agua fría pues aún tenía una erección de la hostia. Después de un buen rato debajo de la alcachofa logré bajar el asunto y salí más relajado.  Me concentré en el artículo que me había propuesto realizar antes de ver a Ana masturbándose, olvidándome por completo de las braguitas que estaban en remojo.
A las once de la mañana del día siguiente, me despertó el insistente timbre del teléfono. Era una llamada equivocada que, al menos, sirvió para que me pusiera en marcha, así que fui a echar una meada y a la vuelta reparé en una nota que Ana me había dejado pegada sobre la puerta del salón, en la que me decía que en el caso de que me apeteciese comer con ella, podía localizarla en un teléfono que dejaba anotado y que correspondía a la casa de sus padres, a los que había ido a visitar. Desayuné, corregí el artículo y me fumé un canuto para controlar el puñetero bajón que tenía por la cantidad de coca que me había metido la noche anterior. El caso es que, entre unas cosas y otras, me quedé frito y cuando volví a la realidad eran casi las tres de la tarde, así que me fui directamente al baño y me di una ducha para espabilarme. Llamé a Ana para explicarle lo ocurrido. Después de un par de tonos fue Ana la que contestó. No pareció preocuparle demasiado que no la hubiera llamado para comer, es más, de muy buen humor, me hizo prometerle que la compensaría invitándola a cenar aquella misma noche y que la iría a recoger al local de ensayos.
Después de colgar el teléfono y dejar solucionado el asunto, volví al baño para echar una cagada, afeitarme y volver a darme una ducha, esta vez con agua caliente, para ponerme en marcha. En uno de los baretos de nuestra calle, me tomé una hamburguesa con patatas fritas y un par de birras, después tomé el metro en dirección a Nuevos Ministerios desde donde me fui dando un paseo hasta la sede de la revista en la que tenía que entregar el artículo. Casi cuando estaba a punto de entrar en el portal, me encontré a Marga, la ex de Pablo, un a su vez ex–paciente mío al que había tratado por problemas de drogas. Al ver mi cara de sorpresa, Marga me confesó que aquel encuentro no había sido una casualidad, sino que al intentar localizarme en el teléfono y dirección que ella tenía y no lograrlo, se le había ocurrido pasarse por la revista por si alguien le podía proporcionar algún dato que le permitiese dar conmigo. La noté un poco nerviosa, así que le dije que pasara conmigo para que me pudiese explicar el motivo por el cual quería verme. Salude a las secretarías y les pregunté que si había alguna sala libre. Una de ellas asintió señalando una habitación del fondo del pasillo. Nos dirigimos hacia allí y le pedí a Marga que se sentase y me esperara mientras terminaba mis gestiones.  Me dirigí hacia el despacho de Marcos –director de la revista, además de jefe del Centro de Psicología que ocupaba parte del local anexo a la redacción -  y después de los saludos de rigor y de intercambiar algún que otro chisme, le entregué el artículo y me disculpé comentándole que tenía que atender a una antigua paciente que casualmente me había encontrado en la entrada del edificio.
Cuando volví a la sala en la que había dejado a Marga, la encontré fumándose un canuto mientras ojeaba una revista de sexología que había sobre la mesa. Me sumé a la degustación del mencionado canuto y como complemento preparé un par de rayas, una para cada uno. Después de largarme un rollo que no tenía por donde cogerse, terminó confesándome que lo único para lo que quería localizarme era para follar conmigo, pues no había podido quitarse de la cabeza los polvos que habíamos echado en la época en la que ella acudía con su ex a la consulta. La verdad es que habíamos echado unos polvos de la hostia mientras Pablo permanecía tumbado en el diván, conectado al aparato inductor de ondas alfa para que se relajase antes de la psicoterapia. Marga se bajó los vaqueros y me enseñó parte de su coño, apartando las bragas con la mano. Se metió un dedo, de la mano que le quedaba libre, en el coño y me lo pasó por la nariz preguntándome que si no me ponía cachondo ver lo mojada que estaba. Sin más dilaciones, la incliné sobre la mesa, le bajé las bragas y separándole las piernas le metí la polla por detrás. Tenía el coño bien mojado y mi polla entró en él suavemente, sin la menor dificultad. Apenas hizo falta que me moviese para que se corriera. Aproveché el jugo que había soltado en la corrida para untárselo en el culo y poder sodomizarla sin que le doliese. Cuando tuve a punto el agujero, después de meterle uno de mis dedos varias veces, le enchufé el aparato. Me corrí dentro de su culo, mientras ella lo hacía instantes después frotándose enérgicamente el clítoris.
Cogimos un taxi. La dejé en su casa y yo continué hasta el local de ensayo dónde había quedado con Ana. Como llegué antes de la hora prevista, aproveché para hacerles unas fotos a unas chicas que ensayaban en el piso de al lado. Desde que habían visto las fotos que les hice a Ana y a su grupo, no hacían más que pedirme que, cuando tuviera un hueco, les hiciera a ellas un book para sus promociones. Tocaban rock duro y trataban de dar un toque erótico saliendo al escenario en bragas y sujetador. Salvo una de las chicas, que me gustó nada más verla, no eran gran cosa. Tampoco su música era de calidad. Lula –la que me gustaba— no parecía mostrar el más mínimo interés por mí. En las contadas ocasiones en que nos habíamos encontrado por el edificio se había mostrado fría y distante, así que vi bastante improbable echar un polvo con ella. Quizás por parecerme inaccesible, me llevé una grata sorpresa cuando la puerta se abrió y, tras ella, apareció Lula. Aún quedé más impresionado cuando, después de hacerme saber que ese día no ensayaban, me dijo que, si yo quería, ella posaría para mí, siempre que me comprometiera a darle un juego de copias. Sobra decir que acepté la invitación. Inmediatamente improvisé un fondo colgando una manta azul, sin dibujos, en una de las paredes. Al lado, sujeté con chinchetas algunos posters de otras formaciones y algunos carteles que anunciaban actuaciones de su grupo, indicándole que en el fondo liso debía posar sin la guitarra, para primeros y medios planos, mientras que en el fondo de al lado quería que posara como si estuviera tocando en un escenario. Estuvo totalmente de acuerdo y decidió posar primero con la guitarra, adoptando posturas como si realmente estuviera actuando. Al principio estaba un poco tensa, pero después de ocho o nueve fotos se relajó y casi sin darnos cuenta cayó el primer rollo de película. Mientras ponía el segundo rollo, le comenté que era una putada que no tuviera más ropa allí, porque me hubiera gustado hacerle algunas fotos con otro vestuario. Se quedó pensativa y, de pronto, se marchó de la habitación sin decir nada. Preparé un par de rayas de las cuales esnifé una, dejando la otra para Lula por si le apetecía, me encendí un pitillo y me puse a tocar algunos acordes con una de las guitarras que tenían por allí. Precisamente cuando estaba más absorto tratando de que lo que tocaba se pareciese lo más posible a Angie, la vieja y nostálgica balada de los Stones, apareció Lula con un minúsculo sujetador celeste, que a duras penas le tapaba las tetas, cubierto por un corto chaleco de cuero negro, y unas igualmente minúsculas braguitas del mismo color que aparte dejar prácticamente al descubierto su trasero, apenas le tapaban el coño. Complementaba el erótico atuendo con unas botas negras de tacón que le llegaban hasta casi las rodillas. La rubia melena se la había soltado dejándola caer sobre sus hombros. Estaba absolutamente arrebatadora. Lula se dio cuenta enseguida del estado de  estupefacción en que me encontraba y con una sonrisa burlona me preguntó si me parecía adecuada aquella indumentaria.
–Siempre es bueno darle un puntito erótico al vestuario, ¿no te parece fotógrafo? – dijo guiñándome un ojo.
Asentí con la cabeza, apoyé la guitarra sobre el soporte y cogí la cámara. Cuando Lula se percató de que allí había una raya de coca, se la esnifó sin hacer ningún comentario al respecto. Fue ella quien eligió las poses en las que quería que la fotografiase, por lo que yo me limité únicamente a buscar el ángulo y el encuadre más idóneos, a la vez que trataba de controlar una erección que con cada fotograma crecía más y más. Tras tirar un par de rollos, Lula propuso hacer un descanso para fumarnos un cigarrillo y pensar en nuevas poses. Al principio estuvimos discutiendo sobre las distintas composiciones que, a nuestro parecer, podrían quedar bien para las siguientes fotos, pero al final terminamos charlando sobre música, cine y relaciones humanas. En un momento de la charla, Lula sacó a colación mi relación con Ana, preguntándome descaradamente si era mi pareja, a lo cual le dije, por supuesto, que no. Preparé dos nuevas rayas, y volvimos a las fotografías. Al igual que al principia fue Lula quien dirigió la sesión, es más, en esta ocasión hasta eligió ángulos y encuadres. Las posturas que elegía eran de lo más eróticas, subiendo de tono de fotografía en fotografía, por ejemplo, en una de las ocasiones se dio la vuelta y se inclinó asomando la cabeza entre las piernas, con la finalidad de que le tomara un plano medio en el que se le viera bien el trasero. Al encuadrar una toma, en la que estaba sentada abrazándose las rodillas y con los pies algo separados, pude observar que tenía las braguitas mojadas. Al principio pensé que podía ser un efecto de la luz, pero después de un rato descarté esa posibilidad. Sin comentarle nada, seguí haciéndole las fotos, pero llegados a cierto punto la mancha era tan visible que, sin lugar a dudas, se vería al positivar los negativos, así que no me quedó más remedio que señalarle la entrepierna e indicarle que se cambiara de braguitas. Lula se rió con absoluto desenfado y con ironía me recomendó que yo hiciera lo mismo, pues también ella había observado que, aparte de un sospechoso bulto que se me marcaba visiblemente, tenía mojados los vaqueros. Entre risas se quitó las braguitas y el sujetador, quedándose completamente desnuda. Fue el pistoletazo de salida, pues inmediatamente seguí sus pasos quedándome en pelota picada. Acabamos tendidos sobre la moqueta del suelo, metiéndonos mano por todos los sitios posibles, explorándonos, oliendo y bebiendo todos los jugos que destilaba cada  rincón, cada poro de nuestra piel. En un momento dado, Lula se montó sobre mí y me puso el coño a la altura de la boca para que pudiera comérselo a placer, mientras ella se entretenía en chupar cadenciosamente mi polla. La postura, conocida por todos como sesenta y nueve, dejó a mi alcance su respingon trasero, lo que aproveché para pasar la lengua, de vez en cuando, por su sonrosado ojete, sobre todo, cuando descubrí su olor. Durante mis andanzas me había encontrado pocos culos que desprendieran un olor tan sensual y erótico como el de Lula. Quedé tan embebido de su aroma, que no advertí que me había corrido en su boca. Cuando Lula me regó con sus fluidos, volví a la realidad. Nuestros cuerpos pedían más. Lula se tumbó sobre una hamaca y abrió las piernas para que le pudiera entrar a placer. Le metí la polla hasta adentro y mis pelotas la golpeaban en el culo. Echamos un polvo largo e intenso. Tardamos tanto tiempo en corrernos que llegó un momento en el que no diferenciaba el dolor del goce. Cuando por fin lo conseguimos estábamos agotados y sin fuerzas para movernos, así que nos quedamos abrazados sobre la hamaca. Inesperadamente Ana abrió la puerta. Al vernos se quedó paralizada, pero cuando salió de su asombro, con gran aplomo, nos pidió disculpas por no haber llamado a la puerta y, dirigiéndose a mí, me dijo que sólo había venido para saber si nos quedaba mucho. Lula le dijo que no tenía que disculparse absolutamente por nada ya que únicamente estaban descansando después de haber echado un polvo, lo cual era lo más normal del mundo, y empezó a descojonarse de risa, contagiándonos a Ana y a mí. Gracias a la risa contagiosa de Lula, bajó la tensión que había en el ambiente. Ana, al ver que yo no podía por mis propios medios, me ayudó a levantarme. Después ayudó a Lula. Mientras ambos nos vestíamos, Lula siguió con su cachondeo y le dijo a Ana que ahora tendría que ir todo el trayecto de metro hasta su casa, no sólo con olor a polvo, sino que además iba a parecer que había estado montando a caballo, pues le costaba un montón cerrar las piernas por la puta postura .
- Si no fuera por el hijo de puta de casero que tenemos, que tiene cortada el agua de los baños, ahora me podría dar una buena ducha – dijo Lula.
- No te quejes, que por lo menos los meódromos si que los podemos usar - contestó Ana, bromeando.
Cuando terminamos de vestirnos salimos los tres juntos, Ana y yo acompañamos a Lula hasta la entrada del metro y allí nos despedimos de ella, dirigiéndonos posteriormente hacia el Only Rock, un restaurante de comida tejana que estaba en Juan Bravo, casi en la esquina con Francisco Silvela, para cenar como habíamos acordado. Durante el camino, salvo algún que otro comentario sobre banalidades, apenas hablamos gran cosa. En la cena, Ana se las ingenió para dejar a un lado lo que había pasado entre Lula y yo en el local de ensayo, y llevar la conversación hacia temas relacionados con su grupo, comentándome las dificultades que estaban teniendo con la discográfica con la que iban a grabar su primer LP.  Fue casi al final de la cena cuando Ana, destapó la caja de los truenos haciéndome el siguiente comentario: ¿Qué tal si ahora nos vamos a tomar una copa y me cuentas que tal folla esa zorrita? Sin inmutarme en lo más mínimo le dije que lo de la copa era una buena idea pero que, por el contrario, el resto de la pregunta me había parecido de muy mal gusto y que, además, como folle o deje de follar Lula no era asunto suyo. Ana me pidió perdón admitiendo que se había pasado. Acepté sus disculpas y aproveché para sacar a colación la atracción que sentíamos el uno por el otro.
- Mira Ana, creo que más importante que hablar de mi polvo con Lula es aclarar nuestra situación. Por cierto, ¿no te has preguntado que coño hacían tus braguitas en un barreño con agua? Y no me digas que no te habías dado cuenta, porque eso sí que no me lo trago – le dije sin rodeos.
Sin darle tiempo para que pudiera responderme, seguí hablando. Le dije que si no hubiéramos eludido el sexo entre nosotros, probablemente yo no me hubiera tirado a Lula y que era evidente que cada vez que la veía desnuda me ponía como una moto, acabando siempre haciéndome una paja. Le dije también que sabía que a ella le pasaba lo mismo, pues la había visto masturbándose en su habitación, cuando creía estar sola.
Cuando acabé mi discurso, un silencio sepulcral se hizo entre nosotros, me miraba tan seria y tan fijamente que no supe si iba a soltarme una hostia, pegar un grito o mandarme a la puñetera mierda, menos mal que aquella situación duro unos pocos segundos, tras los cuales, Ana, me sonrió y cogiéndome de una mano me llamó gilipollas. Reconoció que se había dado cuenta de todo, de lo cachondo que me ponía cuando la veía desnuda y de las pajas que me hacía para bajar la erección, incluso la que me hice con sus bragas. Por lo visto, también ella me había espiado en más de una ocasión mientras me masturbaba. Si no me había dicho nada era porque esperaba que fuera yo quien tomara la iniciativa. En definitiva, nos habíamos comportado como unos críos, pues ella estaba tan salida como yo.
Tomamos no una, sino varias copas en “El Yastá”, y a partir de aquella noche todo cambió entre nosotros. Ana empezó a mostrarse tal y como era en realidad. Debajo de aquella mujer fuerte, dura y capaz de enfrentarse a cualquier eventualidad que la vida le presentara, se escondía otra más sensible y débil. Descubrí que era una de las tías más nobles que había conocido, con una integridad a prueba de bombas e incapaz de traicionar a sus amigos o seres queridos; siempre iba con la verdad por delante, aunque era consciente de que con ello podía hacer mucho daño tanto al de enfrente como a ella misma. A pesar de que follábamos muy a menudo, Ana nunca se entregó del todo. Aun en los momentos de mayor intimidad, su mente estaba con Tele. Afortunadamente, el haber salido hacía poco tiempo de una relación, alejó de mi cabeza la idea de comprometerme en una nueva, de no haber sido así probablemente me hubiera enamorado de Ana, lo que me habría destrozado, pues por mucho que se entregara a otra persona físicamente, mentalmente nunca lo hubiera hecho. De alguna forma era como Penélope, esperando el regreso de Ulises.
Hoy soy consciente de lo que Ana debió sufrir. Estaba perdida en medio de ninguna parte. Por un lado mantenía la absurda idea de que cuando Tele saliera en libertad, podrían retomar la relación tal y como la habían dejado, pero por otro necesitaba olvidarse de él y seguir adelante con su vida y entablar nuevas relaciones, lo que implicaba olvidarse de él, encerrarlo en el baúl de los recuerdos. Estas contradicciones hacían que Ana se mostrara distante y lejana. En las contadas ocasiones en que se abría más de la cuenta, rápidamente levantaba un muro para protegerse de sentir más afecto del que ella se permitía.
Si hubiera conocido el final que la esperaba me hubiera ahorrado muchos comentarios. Sé que mi actitud sobre la vida influyó muy negativamente sobre ella Por aquel entonces mi inmaduro discurso contenía como única temática el hedonismo puro y duro, el placer por el placer. Todo lo que no fuera satisfacer los deseos primarios, los impulsos inconscientes, no tenía el más mínimo sentido. Directa o indirectamente reforcé en Ana la creencia de que el único sentido que tiene la vida es obtener placer, de ahí que en numerosas ocasiones Ana argumentara que por la evasión placentera que le proporcionaba la droga, merecía pagar cualquier precio por alto que éste fuera.
Desde que Ana nos encontró follando a Lula y a mí, ambas se convirtieron en amigas inseparables. Aquella amistad me vino de perlas para poder materializar mis perversiones sexuales. Convencí a Ana para que rompiera sus tabús y se decidiera a probar el sexo con otra mujer. Le argumenté que de esta manera aumentaría su campo de elección y disfrutaría de nuevas y placenteras experiencias. Tras mucho insistir conseguí que accediera a hacer un trío, con Lula y conmigo. Cuando se lo conté a Lula acogió la idea con entusiasmo, pues si a alguien le gustaban más que a mí esas historias, era a ella. En fin, entre unas cosas y otras, entre todos fuimos dándole empujones a Ana para que cayera al vacío.
Cuando las fotos que le hice a Lula estuvieron listas, la telefoneé para quedar y enseñárselas. Me propuso pasarse por el local para reunirse con Ana y conmigo y después invitarnos a cenar para ver las fotos tranquilamente y de paso, enseñárselas a Ana, ya que le interesaba mucho su opinión. Cenamos juntos y nos reímos mucho con las fotos, sobre todo, con aquellas en las que aparecía Lula con las braguitas manchadas, o en las que sus poses más que eróticas parecían hechas para ilustrar una revista porno. Durante la velada nos turnamos para hacer visitas a los lavabos. Unas veces me iba yo, y otras –las que debí impedir, de haber sabido lo que pasaba— Lula y Ana. Mis visitas eran para esnifar coca, pero lo que desconocía era que las de Lula y Ana eran más destructivas aún, las aprovechaban para meterse heroína en vena. Era la primera vez que Ana se chutaba. Es cierto que era adicta a la heroína, pero siempre fumada, mezclada con algo de coca, por lo que se puede decir que fue Lula quien la inició en el pico.
En un momento dado, Lula propuso ir a su apartamento para tomarnos unas copas. Como estaba muy cerca de allí nos pareció muy buena idea. De todas formas, estábamos tan colocados que cualquier propuesta habría sido bien recibida, eso sí, siempre y cuando no requiriera mucho esfuerzo el llevarla a cabo, ya que hasta el mero hecho de coger un taxi nos parecía una difícil empresa. La droga te descoloca de tal forma que no quieres que nadie ni nada te incordie durante el tiempo que te dura el subidón, de ahí que intentes por todos los medios eludir cualquier pensamiento. Lo único que te importa es disfrutar del momento, lo que te lleva a aceptar, sin pensártelo dos veces, cualquier plan por disparatado o absurdo que fuese en un estado normal de consciencia.
Fuimos caminando hacía su casa, y la verdad, de lo que aconteció durante el trayecto sólo conservo vagos recuerdos, como el de Ana echando la pota y el posterior olor que desprendía al haberse cagado encima. Si recuerdo que se cagó es porque, en un momento dado, la miré de arriba abajo para ver por qué olía tan mal y descubrí que la mierda le chorreaba por las piernas. Es una imagen que no he podido borrar de mi mente. El espectáculo fue dantesco. Mientras Lula le sujetaba la cabeza a Ana para ayudarla a potar, yo me preparaba unas cuantas rayas en el capó de un coche que estaba aparcado en la acera, para evadirme del asunto. Cuando conseguimos llegar al apartamento, lo primero que hicimos fue prepararle a Ana un buen baño caliente, no sólo para asearla, sino también para que se recuperase del impacto tan brutal que la droga había causado en su frágil cuerpo. Superando todos los ascos, lavé a Ana con la mayor sensibilidad posible, pues si la droga la había dejado hecha polvo, no menos aún la había dejado verse llena de mierda e imposibilitada para limpiarse por sus propios medios. Cuando se hubo recuperado un poco, se bebió una infusión que Lula le había preparado. Dejé a Ana en el baño para que terminara de reponerse y me fui a buscar a Lula para que me dejara algo de ropa limpia que se pudiera poner. Entré en su dormitorio y me la encontré metiéndose un pico de heroína. Entonces me di cuenta de lo que había pasado. Al verme ni se inmutó y siguió a lo suyo. No pude evitar reprocharle que hubiera incitado a Ana a meterse aquella mierda en las venas.
–Eres una grandísima hija de puta. Sabías que estaba intentando dejarlo y a pesar de eso le has dado esa mierda. Eres una cerda asquerosa – le grité.
Lula me miró con la cara desencajada y tras dejar la jeringuilla en la mesilla me preguntó que quién coños me creía yo para sermonearla.
- Ana es bastante mayorcita para saber lo que hace. ¿De repente te has convertido en su ángel de la guarda? ¡Serás hipócrita! ¡No te jode! Ahora resulta que el muy mamón se cree una hermanita de la caridad – me respondió fuera de sí.
Me di cuenta de que no era yo precisamente la persona más adecuada para reprocharle a nadie su conducta, así que me largué con la ropa limpia para Ana.
Después de salir del baño Ana se puso el pijama, nos besó a los dos y se tumbó en la cama de Lula dónde se quedó profundamente dormida. Lula preparó sobre la mesa del pequeño salón un par de rayas de coca y sin ningún mal rollo las compartió conmigo. Debía ser una coca casi pura, porque en pocos segundos sentí que me explotaba la polla. Me lancé sobre Lula y la tumbé encima del sofá mientras le arrancaba la ropa. Le levanté las piernas, las apoyé sobre mis hombros y separándolas le metí la polla hasta el fondo. Lula se pellizcaba frenéticamente los pezones y apretaba el coño fuerza. Cuanto más nos movíamos y nos agitábamos, más crecía en nosotros el deseo de follar, sin embargo, no conseguíamos corrernos de ninguna manera. Cambiamos y  me puse a comerle el coño. Le mordisqueé el clítoris mientras ella se seguía pellizcando los pezones como una posesa. Al rato cambiamos de postura y se puso a chuparme la polla como si se tratara de un caramelo. Al mismo tiempo, ella se frotaba el clítoris y yo le metía un dedo por el culo y otro por el coño. Seguíamos sin poder corrernos. En un momento dado, Lula paró y se fue a la cocina, volviendo rápidamente con una tarrina de nata y una botella de Ballantine´s, de la que empezamos a dar abundantes tragos. Me vertió la nata por el cuerpo, y me la extendió, con la mano, por todos los rincones. Una vez que estuve completamente embadurnado, se puso a lamerme, obviando las zonas más sensibles como la polla, los testículos y el área del ano, que dejó para el postre final. Cuando su lengua llegó a mi culo, a mis testículos y a mi polla ya estaba tan cachondo que tardé pocos minutos en correrme. Se bebió hasta la última gota de mi esperma. A continuación me untó la polla, los cojones y el culo con la nata sobrante. Se levantó, abrió las piernas, se separó los labios con las manos y me meó encima. De nuevo me puse como una moto, así que la tumbé sobre la mesa, le separé las nalgas y le metí la polla por el ojete que, gracias a la nata, entró de puta madre. Entraba y salía suavemente y después de un buen rato dándole, volví a correrme. También ella se corrió. Saqué la picha y Lula continuó con la meada que había dejado a medias. Estábamos fuera de control. Cuanto más follábamos más nos excitábamos, hasta tal punto que no sentíamos dolor en nuestros genitales, a pesar de tenerlos en carne viva. Por suerte, me vino el bajón y fui perdiendo interés, así que dejé a Lula masturbándose - metiéndose una vela por el culo y frotándose el clítoris con un vibrador - mientras yo me daba una ducha para relajarme. Cuando volví de la ducha la encontré completamente calmada, tumbada en el sofá, fumándose un canuto y bebiéndose el último trago de la botella de Ballantine’s. Antes de echarnos a dormir nos zampamos un paquete de rosquillas y varias galletas de chocolate acompañadas con un zumo de naranja y un par de valiums.
A medida que pasaban los días, la relación entre Ana y yo se volvía cada vez más íntima en el aspecto externo pero no en el interno. Nuestra amistad estaba en un momento excelente y gozábamos de una gran complicidad, pero algo fallaba en nuestra química afectiva, eso sí, follar cada vez lo hacíamos mejor porque, como decía, había una gran intimidad en este aspecto entre nosotros y Ana estaba abierta a cualquier tipo de experiencia, sin ningún prejuicio. Uno de los factores que contribuyó a nuestra imposibilidad de conectar a nivel emocional fue la cada vez mayor dependencia que Ana tenía de la heroína. Había encontrado en Lula  no sólo a su camello de confianza, sino además a su cómplice en el consumo. Cualquier observador imparcial se hubiera dado cuenta de inmediato del gran enganche que ambas padecían, pero mis propias circunstancias impidieron que la tendiera una mano. Muchas veces me digo que debí hablar con Ana y tratar de ayudarla, pero los acontecimientos son los que fueron y ya no hay forma de cambiarlos. En muchos momentos fui consciente de que se estaba metiendo en un callejón sin salida, pero por entonces tenía la falsa creencia de que quien se dejaba arrastrar por un vicio era porque le daba la gana, quizás pensaba esto porque siempre me ha sido muy fácil abandonar cualquier tipo de consumo, siendo el tabaco, paradójicamente, la sustancia que ha conseguido engancharme más y, por ello, sostenía, que si yo podía hacerlo cualquiera podía.
Alma me propuso realizar con ella un trabajo en Barcelona que acepté de inmediato. Tenía una gran necesidad de alejarme por una temporada del infierno en el que se estaba convirtiendo mi relación con Ana, así que una semana fuera de la ciudad me venía como anillo al dedo. Según Alma, una agencia de medios de publicidad le había encargado un catálogo para unos grandes almacenes, por lo que tendríamos que fotografiar desde unas simples bombillas hasta un paquete de compresas, pasando por varias modelos, simulando ser amas de casa, que tenían como misión hacer creer a las que realmente lo eran, que las bragas y sujetadores que ese hipermercado de consumo barato y masivo les ofertaba ese trimestre eran de lo más eróticas y sensuales. En principio la idea era terminar el trabajo en unos tres días y dedicar el resto de la semana para tomarnos unas mini vacaciones en la bonita ciudad de Barcelona, sin embargo, las cosas se complicaron y estuvimos pringados casi toda la semana. Únicamente nos sobró el último día, el domingo, y sólo a medias, ya que por la noche regresábamos a Madrid.
Alma, por aquel entonces, estaba en trámites para la obtención del divorcio de Javier, a lo que se unía su ya casi eterna adicción a la cocaína y  al alcohol. Éste hábito venía ya de muy lejos, de su etapa como fotógrafo de moda y publicidad, profesión en la que era normal el consumo de cocaína y alcohol para combatir el stress. El problema era que lo que había empezado como un consumo moderado y más bien lúdico, se había convertido en una autentica adicción, y era imposible hacerla comprender que caminaba hacía un trágico destino, si no paraba. Por esta época consumía unos tres gramos de coca y una o dos botellas de Four Roses al día, y aunque  hay que tener en cuenta que más de la mitad de esta droga estaba adulterada, no por ello dejaba de ser una autentica bestialidad lo que se metía en el cuerpo. Un ejemplo representativo de este excesivo consumo fue la noche final de las sesiones fotográficas; cuando finalizamos el trabajo, Alma me propuso tomar unas copas para celebrarlo y acabamos bebiéndonos un par de botellas de bourbon  y al menos unas veinte birras entre los dos, aparte de numerosas visitas a los lavabos para meternos las generosas rayas que preparaba. Cuando llegamos al hotel lo único que pudimos celebrar fue haber conseguido llegar a la cama. Nos echamos a dormir, sin ni siquiera desnudarnos, hasta que nos despertó la llamada de un recepcionista para recordarnos que disponíamos de un par de horas antes de coger nuestro vuelo a Madrid.
A mi regreso a Madrid me encontré con una citación de un Juzgado de Familia, debido a una demanda interpuesta por mi ex por abandono de hogar. Aquel mismo día cené con Ana. Me comentó que habían firmado un contrato con una discográfica y que estaban ultimando los detalles del que sería su primer LP. La encontré bastante centrada y con muchas ganas de salir adelante, incluso, según ella, desde que me había marchado a Barcelona no se había metido absolutamente nada. En aquel momento creí que lograría desengancharse. Después de la cena, nos tomamos un par de copas y nos marchamos al apartamento donde, antes de dormirnos, echamos un polvete.
Al día siguiente cené con Alma y le comenté, con entusiasmo, que Ana estaba exultante y que había decidido dejar la heroína. Alma, que posiblemente estaba más curtida que yo en estos asuntos, no sólo no mostró el más mínimo optimismo sino que además me aconsejó que me mantuviera lo más alejado posible pues, con toda probabilidad, me llevaría una decepción al comprobar que Ana no iba a dejar de chutarse.
- Salvo que estés totalmente colado por ella, mi consejo es que te mantengas al margen, Ana ya es mayorcita para saber donde se mete y tu no eres precisamente, vamos creo yo, el más indicado para estar a su lado protegiéndola y preocupándote por ella, ¿o me equivoco Adolfito? – dijo Alma.
Alma tenía razón. El destino de Ana le pertenecía sólo a ella y, por lo tanto, también le pertenecía la responsabilidad de sus actos y de sus elecciones, por equivocadas o acertadas que fuesen. Además, yo era el menos indicado para decirle a Ana lo que tenía que hacer o dejar de hacer, no era un modelo válido a seguir, carecía de autoridad moral.
Después de la cena fuimos a una fiesta en honor a la Velvet Underground que se celebraba en Revolver. Allí nos encontramos con multitud de gente conocida de ambos. En mi caso hasta tuve el “placer” de saludar al hermano de mi ex, acompañado de su histérica mujercita. Alma lo tuvo peor, pues se dio de bruces con Javier, su todavía marido, quien no paró de darle la brasa durante un buen rato, hasta que Alma,  cansada, le mandó a tomar por el culo y le amenazó con montar un buen pollo si no se largaba y la dejaba en paz. Javier sabía perfectamente de lo que Alma era capaz , así que optó por plegar alas y largarse echando hostias, dejándonos tranquilos. Sobre las tres y media de la madrugada le dije a Alma que me iba a casa a dormir porque ya no aguantaba más. Para mi sorpresa, en vez de continuar la juerga en solitario, como era su costumbre, Alma propuso que fuéramos a su apartamento y pasar el resto de la noche juntos. Como de cualquier modo habíamos quedado en ir a la agencia esa misma mañana para para cobrar el trabajo de Barcelona, me pareció una buena idea, así que acepté su invitación. Cuando íbamos en el taxi de camino a su casa, me acordé de Javier. ¿Cómo íbamos a pasar la noche juntos si él estaba allí? Alma me tranquilizó. Javier hacía varias semanas que vivía con su madre. Habían acordado que él viviría allí hasta que quedara resuelto el reparto definitivo de los bienes. A pesar de los argumentos tranquilizadores de Alma, no podía quitarme de la cabeza que en cualquier momento pudiera aparecer Javier y encontrarme metido en su cama, con su mujer.  Supongo que el hecho de que Alma me cogiera la mano y se la pusiera en la entrepierna para que pudiera tocarle su excitado coñito, contribuyó a que me olvidara completamente de Javier. Continué acariciándole el coño, suavemente, mientras que le metía un dedo de la otra mano por el culo. El taxista no salía de sus asombro, mirándonos a través del espejo retrovisor. Cuando llegamos, le di una generosa propina al taxista para compensarle, no sólo por lo discreto que había sido no haciendo ningún comentario sobre la situación, sino además, por el calentón que el pobre diablo debía de tener.
Una vez en su casa, Alma preparó un par de copas y varias rayas, que no tardaron en desaparecer. Puse en marcha la calefacción para caldear el ambiente y preparé un plato de embutido, pues ambos teníamos el estómago vacío. Sin mediar palabra, nos desnudamos. Alma se introdujo un trozo de queso entre los labios del coño, con el fin de que me lo comiera. Saboree hasta el último pedazo, mezclado con los jugos vaginales. Me coloqué en la polla un buen trozo de chorizo, que Alma no tardó en devorar. De esta forma acabamos con todo lo que había en el plato. Hicimos un receso para meternos unas rayas y beber unos cuantos tragos. Alma me pidió que, mientras ella permanecía tumbada poca arriba, me pusiera en cuclillas sobre ella y que me vertiera bourbon sobre la polla, como si la estuviera meando, dejándolo caer sobre su boca. Aquello me puso tan cachondo que no pude evitar mearla, sin simulaciones,  por todo el cuerpo. Después, tras otro par de rayas de coca, optamos por el famoso sesenta y nueve, pero después de un buen rato de chupeteos y lametones sin conseguir corrernos, decidimos parar un rato para fumarnos un canuto y bajar un poco el subidón de la coca. Alma untó cocaína en mis dedos y se los acercó al clítoris para que se lo acariciara. A la vez ella hizo lo mismo en mi polla. Al poco tiempo sentí un calor muy extraño y unas ganas tremendas de correrme. A pesar de la sensación de estar a punto de eyacular, tardé más de una hora en correrme, eso sí, cuando lo logré solté una de las corridas más generosas que he tenido a lo largo de mi vida, aunque con la polla sangrante y despellejada. Alma tardó incluso más que yo. En su caso, después de correrse siguió echando líquido porque, sin darse cuenta, se había meado. También Alma terminó con el clítoris y el interior del coñito en carne viva. A pesar de todo, no logramos deshacernos de la excitación así que, a pesar del dolor, la cogí por la cintura, apoyé sus manos sobre la mesa y la penetré por el culo, mientras ella se masturbaba. Por suerte, esta vez conseguimos corrernos en poco tiempo. Al levantar la vista de su precioso trasero me pegué un susto de la hostia. Justo enfrente de mí estaba Javier sentado en una silla, mirándonos y llorando a moco tendido. Me incliné sobre Alma y le conté, susurrándole al oído, que Javier estaba allí. Con gran serenidad, se puso de pie y le miró despectivamente.
– Eres un auténtico gilipollas. Ya puedes ir dejando la llave con la que has entrado sobre la silla y largándote inmediatamente de aquí, ¿Te ha quedado claro, o te lo hago entender de otra manera? – Le dijo Alma muy enfadada.
Javier se levantó lentamente, depositó las llaves sobre la silla y se dirigió hacia la puerta. Antes de abandonar definitivamente el apartamento, se volvió tímidamente y me dijo: Adolfo, este es un problema entre Alma y yo, así que me gustaría que nuestra amistad no se viera dañada por esta situación. Sin esperar una respuesta por mi parte, se marchó cerrando suavemente la puerta del apartamento. Debo admitir que aún hoy, cuando ya han pasado tantos años de aquello, me sigue causando desasosiego y culpabilidad evocar aquel momento y recordar la cara de sufrimiento de mi viejo amigo.
El día siguiente lo pasé con Alma y al anochecer decidí volver al apartamento de Ana, para ver como seguían las cosas. El panorama que me encontré al abrir la puerta, después de haber estado fuera un escaso par de días, fue la confirmación de que cualquier pretensión de que Ana cambiase de actitud era una quimera. Había llegado el momento de buscar otro lugar en el que vivir y de que nuestras vidas tomaran diferentes caminos. El apartamento parecía un vertedero, lleno de restos de comida amontonados por cualquier lugar, ropa sucia, vómitos, jeringuillas y huellas de sangre. Era evidente que Ana se había estado metiendo heroína a lo bestia. Había aprovechado mi ausencia para darse un auténtico festín. Pasé gran parte de aquel día adecentando un poco todo aquello, y poniendo algo de orden en el caos que me rodeaba. Ana apareció al atardecer, colocada a tope, tanto, que ni se dio cuenta del cambio que había experimentado el apartamento. Traté de conversar con ella, pero fue en vano ya que el colocón impedía cualquier intento por mantener una conversación con cierta coherencia, así que desistí y la dejé que se fuera a la cama a sumirse en sus soporíferos y al parecer evasivos sueños.
Al amanecer del día siguiente, me desperté con una extraña sensación. Ana estaba chupándome la polla. Me corrí en su boca casi sin darme cuenta y sin poder articular ni una palabra. Se levantó bruscamente y se marchó corriendo al cuarto de baño, mientras gritaba por el pasillo que no me moviera de la cama hasta que ella volviera, que iba a echar una meada y que enseguida volvía para continuar. Esperé pacientemente, pero como tardaba más de la cuenta, decidí echar un vistazo. Me la encontré metiéndose un pico. Me echó una mirada de soslayo y siguió a lo suyo, sin mostrar el más mínimo pudor. Me di media vuelta y volví a la cama. Poco después apareció Ana con la transfiguración en el rostro que produce la heroína, sobre todo, la mirada perdida, esa mirada perdida que parece la de un cadáver. No quise entrar en ninguna discusión, así que simplemente me limité a seguirle el juego y tras varios toqueteos terminamos echando un polvo de esos que no producen el más mínimo placer ni físico ni mental, un polvo carente del más elemental hedonismo y lleno de infinita frustración y tristeza.
Días después hablé con Lula sobre el estado de Ana. Le rogué que hablara con ella y le hiciera comprender que debía dejar la heroína. Fue inútil. Lula se mostró bastante ofendida y me mandó a tomar por el culo. Me dijo que el enganche de Ana no era su problema y que, por lo tanto, no entendía los motivos por los que tenía que inmiscuirse en su vida. Por otro lado, ella había tocado fondo en multitud de ocasiones sin que nadie la hubiera echado un cable ¿Por qué razón tenía que hacer ella de hermanita de la caridad? Al final comprendí que era inútil intentar nada con ninguna de las dos, pues ambas, a su manera, estaban demasiado enganchadas para reflexionar sobre el callejón sin salida en el que estaban.
Un día, desayunando en una cafetería de la Gran Vía, me encontré con Belinda, una compañera de clase de Psicología con la que perdí el contacto al acabar la carrera. Con Belinda no había tenido más relación que el típico intercambio de apuntes y de información entre compañeros de clase, por eso me sorprendió su efusivo saludo. Después de recordar los viejos tiempos de universidad y a los antiguos compañeros, charlamos sobre nuestra vida actual. Fue entonces cuando, de pasada, le comenté que estaba buscando un nuevo alojamiento. Para mi sorpresa, me ofreció compartir su apartamento con ella y su hermana. Se mostró tan insistente que no pude negarme, así que acepté su generosa oferta, le di las gracias y quedamos en que al día siguiente trasladaría mis cosas a su apartamento para instalarme en él.
No conseguí despedirme de Ana pues, como era habitual, estaba puesta hasta las cejas. Ana tenía tal descoloque en ningún momento fue consciente de que me había marchado del apartamento. Ella creyó, según me hizo saber Lula posteriormente, que me había tenido que ir una temporada para realizar un trabajo. Saqué las maletas y cerré la puerta. Justo cuando me disponía a salir del edificio, me encontré con Alma que venía a buscarme con la intención de que la acompañara de compras, pues le encantaba que le diera mi opinión sobre como le quedaba tal o cual modelito. Le expliqué en pocas palabras todo lo que había pasado, mi encuentro con Belinda y mi decisión de trasladarme a su apartamento. – A veces no te entiendo, Adolfo. En vez de contarme que te querías largar del apartamento de Ana, y venirte una temporada a vivir conmigo, vas y te trasladas al apartamento de un par de tías que apenas conoces. ¿Eres gilipollas o qué? Espero que me des una explicación razonable para que no te mande a tomar por el culo – me dijo Alma bastante enfadada.
Cuando se calmó, le dije que, en un primer momento, mi intención era irme a vivir solo, de ahí que no considerara necesario contarle que buscaba apartamento, pero que de la manera más inesperada, me surgió la oportunidad de compartir uno con gente fuera del rollo de las drogas y como, en definitiva, de lo que se trataba era alejarme de ese mundillo, me vino como anillo al dedo. Al escuchar esta explicación se rebotó aún más, pero después de un par de vasos de Bourbon y unas rayas, terminó dándome la razón y aceptando de buen grado el que yo quisiera alejarme por un tiempo de aquel ambiente, incluso se ofreció a echarme una mano en la mudanza.
Cogimos un taxi. En el maletero metimos todo mi patrimonio personal, que era bastante escaso. Nos dirigimos a la calle Orense, donde se hallaba mi nuevo domicilio. Llamamos a la puerta del apartamento y tras ella apareció una chica que no era Belinda. Ante mi cara de asombro se presentó rápidamente. Me dijo que se llamaba Malú, que era hermana de Belinda y que estaba encantada de que me fuese a vivir con ellas. Belinda no había podido recibirme porque la habían llamado del hospital para cubrir una baja. Alma, aprovechando que Malú había entrado en el apartamento con uno de los bultos que habíamos amontonado en la entrada, me susurró que le parecía una pija de mierda y que no me daba ni dos semanas para acabar hasta las pelotas de ella.  Lo cierto es que no me imaginaba que alguien como Malú pudiese ser la hermana de Belinda. Esta última, sin ser fea, era una de esas mujeres que conforman el denominado “montón”, de esas que en ningún caso van a ser objeto de una mirada de más, al cruzarnos con ellas por la calle. Su hermana, por el contrario, era un auténtico bombón. Malú no aparentaba más de dieciséis años, aunque tenía dieciocho,  medía uno setenta más o menos y poseía un cuerpo de infarto para la edad que representaba tener. Extraordinariamente proporcionada y sin caer en la figura escuálida y caquéxica que tan de moda está en estas edades, a Malú no le faltaba ni le sobraba absolutamente nada, como demostraban su redondeado y respingón culito y sus pequeños pero sugerentes pechos. Su espléndida anatomía se completaba con una bonita cara en la que destacaban dos hermosos ojos azules, medio tapados por una lacia y suelta melena negra. Ignoro el porqué, pero la primera impresión que me dio fue la de una de esas jovencitas que a pesar de su poca edad, han echado más de un polvo, una de esas que ya han dejado colgado a más de un tío.
Una vez entrados todos los bultos, Malú me pidió que la siguiera porque quería enseñarme la habitación que iba a ocupar. Mientras ella caminaba delante, pude observarla detenidamente. Su atuendo consistía en una camisola blanca, que al pasar por las zonas iluminadas dejaba entrever su precioso cuerpo, y unas pequeñas braguitas. Siempre he tenido la erección fácil, y no iba a ser menos en aquella ocasión, así que, como me pareció de mal gusto que me viese con el paquete a punto de estallar, opté por alejar aquella visión de mi mente y así, de paso, evitar que mi mano, sin querer o queriendo, se posase sobre su culito tentandor. Después de acomodar los bultos en la habitación y al objeto de no parecer grosero marchándome rápidamente con Alma, se me ocurrió preguntarle a Malú si tenía algo para beber y así poder celebrar, con un brindis, mi llegada al apartamento. Me dedicó una bonita sonrisa y me dijo que no sabía si tenían algo de alcohol, ya que ni ella ni Belinda solían beber, pero que no obstante iría a ver si les quedaba algo de las navidades pasadas. Rápidamente regresó, con una botella de JB y tres vasos comentándonos que había habido suerte. También traía una cubitera llena de hielos. Alma y yo nos servimos un par de generosos tragos, mientras que Malú me indicó que a ella sólo le sirviera un dedo de Güisqui ya que no tenía costumbre de beberlo solo y no tenían refrescos en casa en ese momento, asentí y solo le serví un dedo en el vaso con un par de hielos. Rápidamente Alma y yo dimos buena cuenta de nuestras copas, así que volví a rellenarlas y le pregunte a Malú que si quería un poco más, me señaló su vaso y riéndose me dijo que aún tenía para un buen rato con lo que le quedaba. Estuvimos conversando de diferentes temas relacionados con el trabajo de Alma, el mío y los estudios de Malú – estaba estudiando segundo año de Medicina, quería ser ginecóloga en un futuro -, hasta que en un momento dado, Alma me indicó que debíamos marcharnos para que nos diera tiempo a hacer todas las cosas que teníamos previstas para aquella tarde. Me despedí de Malú hasta la noche, quien antes de irnos me hizo entrega de un juego de llaves que me habían preparado. Le dijo a Alma que había sido un placer conocerla y le hizo un ofrecimiento para que, cuando quisiera, se pasase por el apartamento.
Comí con Alma en una tasca que ambos solíamos frecuentar, en la calle Libertad. Después de recuperar fuerzas nos fuimos de compras a la calle Fuencarral. Tras patearnos unas cuantas tiendas, finalmente Alma encontró un modelito que la fascinó en Shiva, una tienda dedicada a ropa usada. Era un minivestido de látex rojo, totalmente ajustado al cuerpo, como una segunda piel. Cuando la vi con él puesto me quedé atónito, era como verla desnuda con un plástico pegado a su cuerpo, estaba tremendamente sensual, tan sensual que me colé en el probador y le metí la mano entre las bragas para masturbarla. Se puso tan cachonda que me ofreció su trasero para que la penetrara por detrás. Sin quitarle las braguitas - sólo las separé un poco para dejar el coñito al aire – se la metí hasta notar que mis testículos golpeaban en sus muslos. Nos corrimos bajo la mirada indiscreta de la chica de la tienda, que nos observaba a través del espejo del interior del probador que proyectaba nuestra imagen a través de la pequeña abertura lateral de la cortina.
Alma no sólo se compró el seductor vestido, sino que se lo llevó puesto para comprobar su efecto devastador sobre la tribu masculina. Éramos el centro de atención y con razón, pues iba como si fuera desnuda, como si le hubieran teñido el cuerpo con pintura roja, y el vestido era tan corto que, según iba caminando, se le veían las minúsculas braguitas que llevaba debajo. En la Glorieta de Bilbao nos metimos, para mi tranquilidad momentánea, en el Comercial a tomar una copa. Después de unos cuantos Bourbons, seis birras y un par de rayas, me sentí con la suficiente valentía como para acompañar a Alma hasta su casa, así que pagamos y nos fuimos dando un paseo. Me despedí de ella en el portal.
Cuando abrí la puerta de mi nueva morada, me recibió Belinda con mucha cordialidad. Estaba preparando una cena para festejar mi estancia con ellas. Tantas atenciones me tenían desconcertado. Malú también salió a mi encuentro cuando me dirigía hacía mi habitación, para darme las buenas noches y contarme que había comprado varias botellas de alcohol para que no lo echara en falta. Ante tantas atenciones lo único que se me ocurrió fue proponerles que el día que quisieran y donde quisieran fuésemos a cenar, invitando yo, naturalmente. Finalmente pude entrar en mi habitación, con la excusa de ponerme algo cómodo para cenar. Una vez dentro me percaté de que difícilmente podía ponerme nada porque normalmente suelo ir en gayumbos o desnudo, por lo que en mi vestuario sólo había ropa de salir a la calle. Como acababa de instalarme a vivir allí, me pareció poco apropiado salir en cueros, así que le pedí a Belinda que, si era posible, me pasara alguna camiseta y un pantalón de chándal o algo similar para estar por casa. Se fue hacia su habitación y al poco tiempo regresó trayéndome una camiseta de Malú y unos pantalones de pintor de ella. Mientras poníamos la mesa, observé que Malú se había puesto una camisola diferente a la que llevaba por la mañana, en este caso más corta, enseñando sus braguitas rojas cada vez que se inclinaba un poco sobre la mesa o se deba la vuelta bruscamente. Cada vez eran más frecuentes los gestos que me permitían disfrutar de su delicioso culito, a la más mínima ocasión se inclinaba ostensiblemente o se agachaba para recoger algo, incluso le llegué a ver los pelillos del coño que se le salían por ambos lados de las braguitas. Aquella panorámica me provocó una gran erección, así que me tuve que ir echando leches al baño, para que Belinda no se diera cuenta del efecto que en mí producía la visión del trasero de su hermanita.
Como es habitual en los asturianos, Belinda había preparado una cena pantagruélica, no faltaba absolutamente de nada, hasta incluso habían comprado una botella de sidra. Disfruté de la cena como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Todo estaba delicioso, fue una auténtica gozada degustar aquel manjar que tan esmeradamente y con tan buen gusto habían preparado. Por unos momentos, experimenté la sensación de volver a tener un hogar tradicional y acogedor. Allí había orden, afecto y buen rollo, todo lo contrario de lo que últimamente había tenido. Incluso –supongo que fruto de una enajenación mental transitoria— pensé que lo que realmente quería era ese tipo de vida.  Me encontraba absorto en estos ensoñamientos, cuando me sacó de ellos la voz de Belinda diciéndome que se iba a la cama porque al día siguiente tenía que entrar de guardia, y eso suponía trabajar dos turnos seguidos, es decir, la jornada de día y empalmar con la de la noche.
Cuando desapareció Belinda, Malú me propuso tomar una copa antes de acostarnos. Acepté con la condición de ser yo quien las preparase, así que me levanté y fui a la cocina para sacar los hielos, coger los vasos y preparar un par de cubatas. Cuando regresé al salón me encontré a Malú liando un canuto. La miré sorprendido.
- ¿No me digas que un tío tan bragado como tú no ha visto nunca a una jovencita liando un canuto? – Dijo Malú con cierta ironía, sonriendo.
Reconozco que casi consiguió dejarme cortado, pero afortunadamente reaccioné y en décimas de segundo me dije a mí mismo: ¿Te vas a dejar amilanar por una jovencita cachonda y procaz? ¡De ninguna manera!
- No ha sido verte liar un canuto lo que me ha impactado, sino los pelos de tu coño, que se salen por los lados de las bragas - le dije mientras le devolvía tanto el tono irónico como la sonrisa.
Mi respuesta le sorprendió porque a la vez que su cara se volvía roja, se le cayó al suelo parte del canuto que estaba liando. Tras unos instantes de rubor, me dijo abiertamente: ¿Por qué no dejamos de jugar a las indirectas y pasamos a la acción de una vez?.. Mi aceptación la materialicé metiéndole la mano entre las piernas y tocándole el coño por encima de las braguitas húmedas. Le levanté las piernas y las apoyé sobre mis hombros, le aparté las braguitas y le introduje la polla hasta el fondo. A la vez que me la follaba encendió un canuto y me lo puso en los labios para que le diera unas caladas. Se corrió dos veces antes de que yo lo hiciera, lo sé porque ella misma me lo hizo saber para que pudiese disfrutar al máximo la contracción de su coño. Pese a su corta edad follaba extraordinariamente bien. Cuando terminamos, volvió a liar un nuevo peta mientras yo preparaba otro par de cubatas. Mientras nos bebíamos los cubatas y saboreábamos el tercer canuto, estuvimos conversando y descubrí que Malú era una gran lectora. Entre sus autores favoritos estaban Quim Monzó, Enrique Vila-Matas, Pedro Zarraluqui, Félix de Azúa, Alvaro Pombo, John Kennedy Toole, del que me dijo que se había partido el culo leyendo “La conjura de los Necios”, Albert Cohen y Richard Ford entre otros. Me sorprendió su conocimiento de la literatura, tanto como su forma tan libre de afrontar  el sexo. Tras fumarnos el tercer canuto, decidimos irnos a dormir. La cena, el polvo, los canutos y el par de cubatas nos habían dejado agotados. Antes de despedirnos, le pregunté a Malú que de dónde diablos había conseguido un hachis tan bueno y tan improbable de encontrar en Madrid. Mientras me sonreía seductoramente, me dijo que a principios de año fue de vacaciones a Tánger y que aprovechó para pasarlo escondido entre la raja del culo y parte del coño. Nos dimos un beso de buenas noches; yo me marché al cuarto de baño a echar mi acostumbrada meada antes de acostarme y Malú se fue hacía su habitación. Cuando salí, me costó orientarme pues aparte de encontrarme en un territorio nuevo para mí, Malú había apagado todas las luces. Finalmente a tientas, logré encontrar mi dormitorio e inmediatamente me despojé de la ropa y me metí en la cama, donde a los pocos minutos me quedé sopa.
Cuando me desperté, ya entrada la mañana del día siguiente, lo primero que noté fue que tenía la polla más tiesa que una mojama, aparte de una mano, que no era precisamente la mía, aferrada a ella. Saqué la conclusión de que alguien estaba acostado conmigo, no porque fuese Sherlock Holmes – siempre he carecido de cualquier capacidad deductiva -  sino por lo obvio del asunto, ya que si tenía una mano agarrándome la polla y resulta que no era ninguna de las mías, tenía que corresponder, por narices, a otra persona. Me volví lentamente para ver de quién se trataba. Comprobé aliviado que se trataba de Malú, y digo aliviado porque a pesar de que cuando me acosté era la única persona que había en el apartamento, nunca se sabe a quien te puedes encontrar al despertarte; de esas experiencias ya había tenido varias, incluso una vez me ligué a una tía espectacular y cuando estábamos a punto de entrar en faena resultó ser un maromo de tomo y lomo, pero eso es otra historia. Retiré las sabanas para observar el cuerpo desnudo de Malú. Estaba boca abajo y con las piernas un poco separadas, lo suficiente para que la raja de su culo se abriese, ofreciéndose. Uno de sus brazos lo tenía doblado cerca de su rostro mientras que el otro se dirigía hacia mi cuerpo con la finalidad de asir mi polla. Como estaba profundamente dormida, ni se inmutó cuando liberé mi erecto apéndice carnoso de su mano. Me levanté y me puse en cuclillas sobre ella. Con mucha suavidad le acaricié la espalda, bajando progresivamente hasta llegar a su culo donde me entretuve un buen rato. Le separé las nalgas para disfrutar de la panorámica que me ofrecía su ojete, tan sonrosado, erótico y sensual. Siempre me han excitado los ojetes, desconozco si se trata de alguna desviación producto de algún trauma de mi infancia, pero el caso es que me ponen cachondo perdido, tanto su aspecto como su olor. Posteriormente, separé sus piernas todo lo que pude para poder acceder a su coñito. Cuando lo alcancé con mis dedos comprobé que estaba completamente a punto, estaba húmedo y jugosito para recibir cualquier picha que quisiera disfrutar de su acogedora cavidad. Según acariciaba su clítoris percibí que la humedad iba en aumento y que su respiración era cada vez más fuerte y rápida. Tras un largo rato noté como se corría, no sólo por el líquido que empapó mis manos, sino por el movimiento compulsivo de su culo. Cuando acabó de correrse, retiré la mano de su coño, cogí uno de los dos almohadones que había en la cama y se lo puse debajo de la pelvis con el fin de alzarle el culo. Le separé un poco más las piernas, le abrí con los dedos la rajita del coñito y la penetré, moviéndome suavemente dentro de ella. Me corrí al mismo tiempo que ella volvía a tener un nuevo orgasmo. Aún hoy me pregunto si se hizo la dormida o si realmente lo estuvo, en cualquier caso, fue un polvete estupendo que me devolvió nuevamente a los brazos de Morfeo.
Lamentablemente, solo pude disfrutar de los favores de esta bella criatura y de las atenciones de Alma unas tres semanas aproximadamente, pues un suceso “inesperado” cambió, o más bien me obligó directamente a cambiar, el rumbo de los acontecimientos. El suceso se desencadenó el día que yo tenía que acudir al local donde ensayaba Ana y su grupo para hacerles las fotos que iban a servir de portada y contraportada del primer LP que, por fin, iba a salir al mercado. Acudí a la hora convenida y lo primero que me sorprendió fue que el local estuviera cerrado, cosa infrecuente a esas horas en las que habitualmente ensayaban varios de los grupos que acudían a él. Lo segundo que me mosqueó fue que en el lugar se encontrara una lechera de la pasma, y lo tercero que Paco el dueño de aquel antro no estuviera cotilleando por los alrededores. Tenía dos alternativas: acercarme a los maderos para preguntarles o pulsar el timbre del telefonillo donde vivía Paco. Opté por esta última. Después de pulsar el botón decenas de veces, y ya cuando me marchaba a preguntarle a los maderos, me contestó la señora que cuidaba a la abuela de Paco. Me preguntó que qué quería y ante mi insistencia en saber si pasaba algo, conseguí finalmente, después de un buen rato, que me explicara lo que había ocurrido. Según su versión, a alguno de los chicos que ensayaban en los locales le había dado un infarto y había venido una ambulancia y la policía para llevárselo al hospital y que allí en el hospital estaban todos, incluído Paco, aunque no supo decirme de qué hospital se trataba.
En ciertas ocasiones ser periodista tiene sus ventajas y en este asunto me sirvió para que los maderos me facilitaran el nombre del hospital al que se habían llevado a la chica que, según la versión de ellos, se habían encontrado con una sobredosis. Inmediatamente me vinieron a la cabeza los nombres de Lula y de Ana, pero aún siendo consciente de la alta probabilidad de que fuese una de ellas, rechacé esta hipótesis con la esperanza de que hubiese sido alguna de las innumerables yonkis que acompañaban a los músicos. Cuando conseguí llegar al hospital en un taxi, recibí la aciaga noticia de que la chica que había ingresado por sobredosis era Ana, y que además ya no estaba en urgencias sino de camino al Anatómico Forense. No habían conseguido reanimarla tras una de las muchas paradas cardiorrespiratorias que había tenido durante el trayecto. De aquellos instantes sólo recuerdo mi insistencia reiterada en que comprobasen que, efectivamente, se trataba de Ana y no de otra persona. Tanto insistí que los seguratas del hospital me echaron de malas maneras. Durante varias horas, vagué sin rumbo fijo por las calles de un Madrid que en aquellos momentos se me hacía inhóspito e irrespirable. Después de este deambular absurdo y alocado, tomé contacto con la realidad y decidí encaminar mis pasos al Tanatorio. Cuando llegué ya se habían marchado todos, ni siquiera su “cómplice” inseparable se había quedado a velar el cadáver. Un aséptico médico enfundado en una gastada bata verde me informó rutinariamente que en ese preciso instante le estaban practicando a Ana la autopsia para esclarecer si la muerte la había provocado una sobredosis, heroína adulterada o…. Dejé a aquel imbécil con sus explicaciones técnicas a la mitad, y me marché diciéndole que qué cojones me importaba a mí de que había muerto Ana, ¿le devolvería la vida a Ana el saberlo…?
Amaneció el día con un espléndido sol primaveral despuntando en el lejano horizonte creando una instantánea fotográfica, tan perfecta y bella que cualquier buen fotógrafo podría sacar una buenísima foto sin necesidad de utilizar ningún filtro o truco que realzara los colores. Sin embargo, al depositar las dos rosas amarillas que había comprado para depositarlas sobre el ataúd de Ana, me di cuenta de que los fotógrafos utilizamos en realidad el color para enmascarar la fría realidad del blanco y negro en el que transcurren nuestras vidas.
Aún resonando en mi cabeza las paletadas de tierra sobre el ataúd de Ana, pasé el control de pasaportes en el Aeropuerto de Berlin-Tegel huyendo de Madrid, su gente e incluso de mí mismo.

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