HENRY MILLER: EL CIRCULO PARISINO - CAPITULO 7 (COPY: JAVIER PARRA)

Louis-Ferdinand Céline
(1894-1961)


“Sabes que si me marcho es porque te estorbo. No soy un ser normal…soy fiel, te lo aseguro, a mi manera, pero atrozmente fiel, fiel como un bretón, hasta reventar. Pero me agobia la regularidad de la vida, la realidad…me siento mucho más cerca de la gente cuando la dejo…para mí la realidad es una pesadilla continua…”. Este fragmento, corresponde a una carta enviada en agosto de 1935 por Louis-Ferdinad Céline a la pianista Lucienne Deforge, con quien mantenía por esa época una estrecha relación íntima. Probablemente sea este testimonio epistolar una de las claves para entender la atormentada y peculiar forma de ser de Céline, a la vez, que un claro exponente de la posición que mantenía ante la vida. “Yo no tengo opiniones. El agua no tiene opiniones” escribía en otra carta este magnífico escritor, marginado durante muchos años tanto por la crítica como por sus propios compatriotas, aunque a la vez admirado y elogiado por hombres tan dispares como Bernanos, Brasillach, Drieu De La Rochelle, Henry Miller o el mismísimo León Trosky.
Céline nació en Coubevoie, en las afueras de París, en 1894, en el seno de una familia pequeño burguesa. El ambiente familiar era asfixiante y un caldo de cultivo de ideas xenófobas que casi rozaban el fanatismo. Las preocupaciones económicas eran frecuentes y exageradas. En un esfuerzo nada habitual en las clases sociales económicamente bajas, sus padres lo enviaron tanto a Inglaterra como a Alemania durante largos periodos, eso sí, con el fin de rentabilizar posteriormente estas estancias en favor de la economía familiar, ya que a la vez que lo preparaban con los idiomas aprovechaban ciertos contactos que mantenían para sí expandir y fortalecer el negocio de bonetería, propiedad de la madre de Louis Ferdinand. En 1912 y cuando sólo contaba con dieciocho años se alistó en la caballería tomando parte como combatiente en la Primera Guerra Mundial, donde fue gravemente herido en su brazo izquierdo, hecho a partir del cual le concedieron una medalla, le designaron una pensión por inhabilitación y le reconocieron como héroe nacional, aparte de sufrir migrañas y de dolores de oídos para el resto de su vida. En 1915 contrajo matrimonio con Suzanne Nebout divorciándose en 1919 para casarse por segunda vez con Edith Follet, siendo posiblemente por influencia del padre de ésta última que era director de una escuela médica, por lo que al acabar la guerra Céline decide iniciar los estudios de medicina. Entre los años 1924 y 1928 viajó en misiones por Europa, África y los Estados Unidos a cuenta de la Sociedad de Naciones. El 27 de junio de 1924, el Dr. Louis Destouches – Céline – firmó un contrato con la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra, Suiza, mediante el cual se responsabilizaba, como médico de la Sección de Higiene Clase B, de la redacción de informes y también de servir de guía a los colegas que venían de otros países invitados por la Sociedad de Naciones para conocer los logros que el Servicio de Higiene presentaba como modelos a seguir. Por este trabajo Céline se aseguraba un contrato de tres años, con un sueldo mensual de mil francos suizos. Sin embargo, pese a las ventajas aparentes de esta aventura laboral, pronto llegaría el desencanto para el aún novato médico Destouches, ya que su aplicación y disposición para las funciones que le encomendaron no fueron suficientes para hacer de él un buen administrador, que era precisamente en lo que la Sociedad de Naciones quería que se convirtiera. Al finalizar el año 1926, un año antes de que concluyera su contrato, se le comunicó que quedaba desligado de la Sociedad de Naciones, no obstante, Céline siguió colaborando con la Sociedad hasta 1928 con la ayuda económica que ésta le prestaba como enviado especial en misiones por otros países. La causa de que Céline continuara vinculado a tareas que a todas luces aborrecía tenía nombre y rostro: Elizabeth Craig, una joven de veinticuatro años nacida en Los Ángeles, Estados Unidos, que visitaba Europa en compañía de sus padres para buscar una buena academia de ballet, y que le había cautivado desde el primer instante en que la conoció. En noviembre de 1927 y aún con el aire de Ginebra en los pulmones, Céline se instala en París en la Plaza de Clichy, en un apartamento. Allí montará su primera consulta como médico pero pese a ganar todos los meses una cantidad cercana a los dos mil francos, decide seguir viajando para la Sociedad de Naciones, pues esta cantidad de dinero no le es suficiente para el ritmo de vida al que se había acostumbrado en Suiza. Estos viajes a cuenta de la Sociedad de Naciones le permiten, además de obtener un complemento económico, profundizar en sus estudios sobre “medicina de masas y profilaxis venérea” y poder reunirse con sus amigos de Londres y Suecia, y por qué no, visitar de vez en cuando a Karen-María Jansen, amante tanto de Céline como de su admirada Elizabeth Craig.
Según parece la vocación fue un poderoso vínculo entre Céline y Elizabeth, ya que mientras él deseaba ser una eminencia médica al nivel de Semmelweis, el médico húngaro descubridor del origen de la fiebre puerperal y los procedimientos para sanarla, Elizabeth soñaba con ser una afamada bailarina a escala mundial. En cualquier caso como consecuencia de su desafortunada experiencia en el área administrativa de la medicina y de su encuentro con Elizabeth, Céline decide abrir una nueva vía a sus deseos de éxito y notoriedad, con su incursión en el mundo literario. En esta nueva búsqueda de cauces de expresión literaria, se materializan las dos primeras obras de Céline: “L’Eglise” y “Progrés”, trabajos de elaboración claramente mediocres que sólo han recibido un vacío continuo por parte de la crítica y los investigadores de su obra. Sin embargo, en mi opinión, “L’Eglise” merece un mayor detenimiento y un análisis más objetivo ya que posiblemente es el primer borrador o bosquejo de su posteriormente afamada y reconocida obra “Viaje al Fin de la Noche”. En esta obra Céline elabora un retrato literario de su amada Elizabeth Craig, a la que sitúa en un salón de prostitución. La describe como una americana alta, esbelta, musculosa y cínica, a la que sólo le interesa exhibirse: “si yo fuera hombre, lo que haría sería mirar, dice mientras se acaricia”. La narración es de una atracción perturbadora y narcótica, describiendo fielmente como percibía Céline a su amada Elizabeth y colocando al lector en un claro papel de mirón. La cínica americana excita a la clientela, a la vez que se mofa de las debilidades masculinas, en un párrafo al más puro estilo del Céline de Viaje al Fin de la Noche: “El día en que las mujeres aparezcan revestidas únicamente de músculos…y de música…cuantas menos frases…cuando los muslos blandos y rosas se consideren al fin desagradables…cuando los raquitismos, las atrofias y las corpulencias mal colocadas dejen de ser de una vez lo que son hoy día, finuras de las que la gente se envanece y que los estetas aprecian y pulen…ese día, caballero, ¿Va a seguir el mundo viviendo de palabras? ¿Seguirá creyendo que la belleza es un don místico? ¿O que está hecha sencillamente de oro, descanso y sol?”. Sin embargo pese a las cualidades literarias que ya se apreciaban en Céline,  Elizabeth sólo le dedicó desprecio y repulsa. En 1932, François Gibault, amigo de Elizabeth, se reunió con ésta en Los Angeles y escuchó de los labios de ella que Céline era ahora “escritor por la tarde, y que se había vuelto insoportable y aburrido desde que practicaba la repulsiva manía de escribir”. Creo que el comentario no merece mayor opinión al respecto.
Desafortunadamente para Céline, en el juicio que la historia francesa construyó tan férreamente alrededor de su figura tanto como persona como escritor, “L’Eglise” es mencionada no por ser, como decía, un claro antecedente inmediato de la obra literaria más importante de Céline, ni de una de las más trascendentes de las letras francesas del siglo veinte, sino porque en ella pueden apreciarse manifestaciones antisemitas por parte del escritor, un detalle que, aunque en el momento de aparecer “L’Eglise” pasó prácticamente desapercibido, posteriormente a la luz de los trágicos acontecimientos que ensombrecieron la historia de Europa, fueron fundamentales en la fabricación del chivo expiatorio que necesitaron los franceses para borrar la pesadilla colectiva de la colaboración de muchos con el nazismo. Céline fue uno más entre los muchos personajes públicos que, por mostrar simpatía o adhesión al régimen que humilló y sojuzgó a Francia, pasaron a ser unos apestados y unos colaboracionistas a los que había que despojar de todo, incluso como llegó a decir Sartre, hasta de su talento como escritores.
Es obvio que intentar juzgar de antisemitismo una obra escrita en 1927, como es el caso de “L’Eglise”,  con el oscuro propósito de vincularla a los intereses vindicativos de una sociedad traumatizada con sus propios excesos, resulta a todas luces irrisorio, sobre todo si se tiene en cuenta que en 1932 Céline se mantenía alejado completamente del nazismo, fenómeno al que precisamente muchos otros que después se detractaron en esos años, alababan y elogiaban como el nuevo orden Europeo. Este repudio de Céline al nazismo se puede constatar como veremos más adelante por varios testimonios pero como muestra, valga este adelanto en el que en una carta dirigida a su amiga judío-alemana Erika Irgang Céline le dice lo siguiente: “Con el hitlerismo debes ser seria. No mariposees con él para distraerte. Son cosas que no deben hacerse a ningún precio”. De todo lo expuesto hasta ahora, pueden desprenderse varias conclusiones sobre las primeras etapas de la vida de Céline; una de ellas – que posiblemente sea la que mejor define la personalidad del médico-escritor – es que desde estos primeros pasos buscaba claramente el protagonismo público, objetivo que muy difícilmente podría haber conseguido sólo con la consulta de medicina en Clichy. Tampoco debe obviarse la gran capacidad que desplegó para moverse por diferentes lugares, ámbitos y materias, siendo igualmente digno de resaltarse cómo en el plano profesional de la medicina se inclinó mucho más por el área de la prevención que por el trato directo con la enfermedad. Este comportamiento, tan responsable y en apariencia maduro, no concuerda sin embargo con las imágenes que describe Céline en su novela Viaje al Fin de la Noche, pues en ella aparecen escenas del dispensario dedicadas a enfermos pobres tan irónicas y buñuelescas que hacen dudar de su verosimilitud: “ Enfermos no faltaban, pero no había muchos que pudieran o quisiesen pagar. La medicina es un oficio ingrato. Cuando los ricos te honran, pareces un criado; con los pobres, un ladrón. “Honorarios”. ¡Bonita palabra!. Ya no tienen bastante para jalar ni para ir al cine, ¿y aún vas a cogerles pasta para hacer unos “honorarios”?. Sobre todo en el preciso momento en el que la cascan. No es fácil. Lo dejas pasar. Te vuelves bueno. Y te arruinas”.
Según esta lectura Céline no era el médico de los pobres que creía ser, por lo menos no todavía. Por el contrario sí era un joven profesional que cumplía con su horario y los mandatos de la naturaleza, quizás no ortodoxamente, pero los cumplía. Apenas iniciada la noche, ya finalizadas sus respetables tareas como médico del suburbio de Clichy, se transformaba, se ponía otro disfraz, más sórdido posiblemente, pero también más acorde con la extraña personalidad que ya despuntaba en él. Según recuerda Henri Mahè, amigo de Céline, éste abandonaba su consulta de Clichy para refugiarse de inmediato en otra situada en la rue Lepic, que Mahè describe de la forma siguiente: “…Armarios bretones pintados al encauste, brillantes, sillas de estilo, amplio diván, alto biombo tapizado, alfombras bien distribuidas por el suelo”. ¿A quién podía pertenecer tan exquisito apartamento? ¿A quién si no a la adorada Elizabeth Craig, la bailarina que había conocido en Ginebra y que compartía generosamente su espacio y sus gustos con Céline y con un pequeño y exclusivo grupo de amigas, a las que ambos favorecían con un amplio repertorio de perversiones sexuales? Céline asistía todas las noches a observar – y a participar en ocasiones – los juegos que su amante organizaba con sus amiguitas, generalmente alumnas de ingreso reciente en las academias de danza. Cuando fallaban las “amiguitas” por causas imprevistas, Céline y Elizabeth acudían a los burdeles en los que tenían entrada libre gracias al buen amigo Henri Mahè, un conocido decorador de interiores cuyos servicios eran bastante solicitados en las casas de putas. Estos divertimentos o pasatiempos como Céline los denominaba irónicamente, no sólo no los escondía sino que se ufanaba de ellos según puede apreciarse por una de las cartas que Céline le envió a su amigo norteamericano Milton Hindus y cuya lectura aún posee el suficiente encanto para poder echarnos a volar la imaginación: “ A mí me ha gustado siempre que las mujeres fueran bellas y lesbianas. Muy agradables de contemplar y sin fatigarme con sus apetencias sexuales. Que se lo pasen bien, que se meneen, que se devoren – mientras yo hago de voyeur -, ¡ Eso me chifla, una barbaridad y desde siempre! Así que soy desde luego un voyeur y consumidor entusiasta, vaya bastante, pero muy discreto”.
Discreto, lo que se dice discreto, no parece que lo fuera a tenor de lo que le gustaba jactarse tanto en público como en privado de sus “aventuras sexuales”. Tampoco se nos antoja que fuera nada discreto al dejar tan olvidado el control de su correspondencia privada, que si bien no es muy numerosa en el periodo que abarca desde el año 1931 a 1933 sí es la suficiente para que podamos conocer en detalle el tipo de femme fatale que era su amada y compañera Elizabeth Craig, conociendo de esta forma el atractivo que tenía para convertirse en musa de escritores y artistas. “…Esbelta, cruel, pelirroja, un “setter irlandés”…”, así la definía Céline. Pues bien, este setter era, además, un excelente cazador, un personaje sexualmente insaciable, cuya rapacidad se centraba en las jóvenes modelos que perseguían la fama, bailarinas principiantes, jóvenes debutantes, todas ellas casi niñas con más fantasías y esperanzas por alcanzar el olimpo de la fama que talento. Es lógico que tales presas con tal de escalar posición, cayeran fácilmente en las sutiles garras de Elizabeth, claro está, siempre con la inestimable complicidad y asesoramiento de Céline.
La década de los treinta se iniciaba pues de forma vertiginosa para tan singular dueto, nada parecía empañar el prometedor horizonte que tenían por delante Céline y Elizabeth, la Guerra, si es que alguien podía aventurarla, todavía estaba muy lejos, y la famosa Depresión de finales de los años 20 era para esta singular pareja de amantes una noticia más de las muchas que aparecían por esa época en los diarios vespertinos del alegre Paris de principio de los treinta. ¿A causa de qué entonces se separó este sólido “matrimonio”? La hipótesis más extendida apunta a que Elizabeth no compartía el exquisito gusto de Céline por la escritura, por lo menos así lo deja entrever Estelle Reed, amiga íntima de Craig, a quien ésta le confió lo que pensaba sobre Céline: “Louis se había vuelto insoportable desde que contrajo la manía de escribir”. Otra hipótesis apunta la idea de que Elizabeth se acompañaba cada vez con mayor frecuencia en sus orgías sexuales con cantidades considerables de alcohol y, según el testimonio de François Gibault, con varios tipos de drogas. En cualquier caso Céline muestra su agradecimiento a Elizabeth por el tiempo que han compartido, en una carta bastante elocuente que le dirige a su amigo Milton Hindus en la que le confía parte de su pasado: “Ella [Elizabeth Craig] vivía en una nube de alcohol, tabaco, de policía y de bajo gangsterismo con un tal Ben Tenkle, sin duda bien conocido de los servicios especiales, …Es un fantasma, pero uno al que le debo mucho. ¡Qué genio el de esa mujer! Yo nunca hubiera sido nada sin ella. ¡Qué talento! ¡Qué sagacidad…Qué panteísmo doloroso y a la vez travieso. Qué poesía…Qué misterio…Lo comprendía todo antes de que se le hubiese dicho una palabra. Son realmente raras las mujeres que no son unas vacas o unas marmotas, pero entonces resultan unas brujas encantadoras”.
Queda no obstante una tercera hipótesis para intentar esclarecer la ruptura de la pareja: la incipiente misantropía de Céline que para la época a la que nos estamos refiriendo ya estaba dando muestras de su existencia a través de la continua decepción por todo, de su vida burguesa, de su desarrollo profesional, e incluso de su culto al concepto de nación. Sólo la insolencia y el cinismo lograron sacarlo ulteriormente a flote de esta misantropía. Posiblemente en el proceso, cuando la mariposa de la juventud se metamorfoseaba en gusano, Elizabeth Craig tuvo que ser sacrificada por Céline para encontrarse así mismo. Sean las razones que fueren, lo cierto es que en 1934 la época de los excesos sexuales terminaba para Céline. Años más tarde, no muy convencido aunque sí resuelto, Céline suspiraría ante sus propios recuerdos: “yo había comido hasta hartarme de nalgas maravillosas. El día en que hubiese sido preciso, me habría contentado con morir…he devorado el infinito…” En cualquier caso, aparte de las peculiares “noches de ballet” que organizaba la pareja, lo que no se puede negar es que este periodo de la vida de Céline marcó su inicio como escritor, y que de tan turbulentas noches nacería precisamente su obra maestra Viaje al fin de la Noche.
La aparición en la escena literaria del escritor Louis-Ferdinand Céline – su verdadero nombre era Louis-Ferdinand Augusto Destouches – en 1932 con la novela Viaje al Fin de la Noche causó uno de los más sonados impactos, tanto en la crítica como en la opinión pública. Esta primera novela, sin lugar a dudas uno de los grandes clásicos de la literatura contemporánea, a la que le corresponde por derecho propio ese lugar que sólo tienen algunos raros libros, influirá en numerosos escritores de las generaciones siguientes. La lectura de esta novela no es precisamente lo que podríamos definir como un placer, toda ella está inspirada y narrada en un lenguaje sórdido y feroz, posiblemente en la cumbre del pesimismo y de la crueldad, no resulta por ello extraño que marcara el principio de una carrera espectacular, escandalosa, controvertida que llevaría a Céline a una celebridad equívoca y maldita y que posteriormente como si de un boomerang se tratara, le arrastró a los abismos de la ignominia y el rechazo generalizado tanto de público como de crítica.
Céline veía en sus compatriotas, los franceses, una utilización del idioma dónde la sintaxis aparecía muerta, el vocabulario estéril y el ritmo de las frases letárgico. Con Viaje al Fin de la Noche introduce una inusitada violencia expresiva que destroza, mediante el uso de la jerga y la interjección continua, el anquilosado modo de entender la narrativa. “Soy un elitista – decía – en el sentido de que no tengo ganas de dejar una frase en paz”. Su primera mujer, Edith, confesó: “con él una no estaba nunca tranquila. Él quiso hacer con el francés lo que los impresionistas hacían con los colores, saltar las palabras, deformar el lugar de las palabras”. Esta forma de entender el lenguaje marcó a partir de la aparición de su primera novela, a gran parte de la literatura posterior, pese a la todavía influyente y tradicional corriente proustiana en Francia.
Son pocos los escritos que existen en la literatura universal que guarden una historia tan tórrida como la de Viaje al Fin de la Noche. La versión original, escrita “por las tardes”, durante parte de los años veinte, fue ofrecida por Céline a varias editoriales hasta que finalmente cayó en manos de Robert Denoël, a quien llegó en forma de un paquete grueso sin nombre ni dirección. A pesar de estas incidencias, Denoël pudo localizar a Céline, citándole en la oficina de su editorial. El día acordado para la reunión llegó a la oficina del editor “un tipo alto de rostro obstinado, de jeta desdeñosa”. Era Louis-Ferdinand Céline. El contrato para editar Viaje al Fin de la Noche se firmó aquel mismo día. Sin embargo los problemas posteriores para editar la obra empezaron prácticamente al inicio del proceso de edición. Los primeros problemas vinieron de los correctores de estilo que se empeñaban en que Céline respetara la puntuación “normal”, algo a lo que él se opuso terminantemente. Igualmente, Denoël, aunque era un editor arriesgado, quiso suprimir del libro varios vocablos de carácter “obsceno”. Según él temiendo una respuesta negativa por parte del público y de los críticos. Después de un largo estira y afloja prolongado más de lo normal, Viaje al Fin de la Noche apareció en las estanterías de las librerías el diez de octubre de 1932. La respuesta de los críticos no se hizo esperar y se polarizó de una forma inusual en Francia hasta ese momento, por un lado aparecieron artículos desbordantes de entusiasmo, por otro de franca indignación. Esta controversia contribuyó sin duda a que el libro fuera apoyado por dos miembros del jurado del prestigioso premio Goncourt: León Daudet y Lucien Descaves. Sin embargo, la obra ganadora del Goncourt en su edición 1932 fue Les Loups de Guy Mazeline, la misma que el tiempo se ha encargado de poner en su justa dimensión ya que hoy día son muy pocos los que la recuerdan. Esta decisión del jurado causó un fuerte escándalo, avivado por la prensa de la época, situación que favoreció el éxito inmediato de Viaje al Fin de la Noche. Es obvio que el texto literario de Céline era diferente de lo que hasta aquel momento se conocía como novela, pues Viaje al Fin de la Noche se apartaba claramente no sólo de las convenciones a las que la mayoría de escritores se ajustaban de manera voluntaria y sumisa, sino que se alejaba también del lenguaje convenido tácitamente por los escritores respetables para narrar sus historias.
Por lo que respecta al aspecto no literario, Viaje al Fin de la Noche poseía un cuerpo ideológico oculto que ha sido desvelado durante el transcurso de los años por pensadores de la importancia de Elie Faure, Paul Valéry, León Trotsky y Simone de Beauvoir, quienes no escatimaron elogios para esta obra de Céline. En materia de composición, Maurice Bardéche, en su biografía sobre Céline, apunta acertadamente lo siguiente: “seguimos los pasos de un viajero que cuenta lo que ha visto: la guerra, la colonización, Estados Unidos, el suburbio y luego los estragos del amor. No hay intriga, y tampoco es una novela picaresca. No hay amor pero se juzga el amor. No hay personajes secundarios y, sin embargo, hay siluetas inolvidables. No hay acción, a pesar de lo cual uno no se aburre. El autor llama a todo esto novela. Es el cinismo del autor lo que retiene al lector, lo que aquel se ha atrevido a mirar y a decir. Nos hace recorrer un paisaje devastado. Esa devastación la componen nuestras ilusiones sobre la guerra, sobre la colonización, sobre los Estados Unidos, sobre la pobreza y el amor: en suma, un temblor de tierra bajo el palacio de cartón de la civilización”. En cualquier caso, la desoladora obra de Céline no se limitaba a destruir los convencionalismos en torno a la composición y estructura de la novela, Céline fue aun más lejos en su decisión de no respetar la lengua ni las pautas establecidas, es decir, lo que hoy conocemos como lo políticamente incorrecto. Críticos y lectores se enfrentaron a un iconoclasta que, en su afán por la destrucción y la desolación, pateó y se meó en lo que para él era el símbolo por antonomasia de la sumisión literaria y academicista: la sintaxis.
En apariencia, y digo sólo en apariencia, Henry Miller y Céline serían dos escritores totalmente contrapuestos, Miller escribe sobre la alegría de vivir, Céline, al contrario, desprecia la vida, la envilece, la odia e incluso la niega. Pese a dos formas tan aparentemente antagónicas de pensar, Miller no tiene ningún inconveniente en reconocer su deuda con el autor del Viaje al Fin de la Noche. A Miller lo que más le impresiona del modo de escribir de Céline es la violencia verbal que representa. Posteriormente Henry Miller introduciría en su prosa el vivificante suero del lenguaje hablado. ¡ Cuantas semejanzas, a partir de entonces!, Pero frente a la amargura  y el pesimismo de Céline, médico de barrio que contempla a los hombres a través de sus llagas, sus tumores, sus fiebres y sus úlceras, se contrapone la vitalidad y el optimismo de Henry Miller. El uno observa el mundo detrás de unos lentes ahumados, el otro con cristales rosas. Miller adora todos los placeres de la carne, Céline siente horror del vergonzoso culto a nuestras tripas y vísceras: “la más ridícula de nuestras servidumbres, la más penosa de nuestras inmundicias”. Le duele en el alma ver a los hombres dejándose llevar más por sus “despojos” que por sus sueños, por sus tendencias místicas: si el culto del vino era para Miller la quinta esencia, el bouquet de Francia, Céline sólo ve en él cirrosis, delirium tremens, hospitales psiquiátricos, camas de enfermos, niños degenerados. “Francia está completamente vendida, - escribe Céline en Bagatelas para una Masacre -, hígados, nervios, cerebro, riñones, a los grandes intereses vinícolas”. “¡El vino, veneno nacional!”. Si la gastronomía, la gran cocina francesa, los estupendos menús, la variedad de quesos, el sabor de los platos, el gran número de restaurantes y tabernas representaban ante los ojos de Miller el refinamiento del savoir-vivre y una vitalidad única en el mundo, Céline los vomita; Sólo ve en ellos vientres hinchados, obesidad, juventud pervertida, miserias en la vejez. No cesa de fustigar la detestable glotonería y gula de los franceses, siempre pensando en comer y beber diez veces más de lo necesario.
“…Me he acostado con casi todas las mujeres agradables que conozco…”, dice Céline en una de sus cartas dirigida a un amigo. Tanto Miller como Céline, coinciden, pues los dos prefieren a los impulsos del corazón, los del cuerpo. Céline sigue confesándose: “mientras vivas, siempre irás a buscar el secreto del mundo entre las piernas de una mujer”.
Igual que Miller, Céline se encuentra solo desde muy joven, es de formación autodidacta, viaja, callejea, descubre la miseria que se encierra en las grandes ciudades. Los dos han escapado a la oprimente atmósfera de la vida familiar, son mal hablados, groseros, en constante rebelión contra la sociedad a la que juzgan despótica y desorganizada. Los rencores acumulados y las humillaciones sufridas, preparan sus bombas de relojería que estallarán casi a la vez. Céline ha pasado su infancia en el pasaje Choiseul, Miller ha transcurrido la suya en un barrio pobre de Brooklyn. Pero mientras Henry Miller recuerda con ternura las paredes mugrientas, los solares, los olores de la fábrica de hojalata, Céline evoca con disgusto las farolas del pasaje, su calor de estufa, su reducto sin aire. París siempre será para él un malsano pasaje Choiseul, mil veces agrandado y ampliado, pero con las mismas paredes miserables, igual de cerrado, igual de maloliente. En la ciudad que Miller quiere y admira por su belleza, por su ambiente, por sus calles, Céline sólo ve la ciudad más asquerosa del mundo, “la más encastrada, infestada, confinada”, un callejón sin salida “inundado de carroña, de millones de letrinas”, “una apuesta de podredumbre, una catástrofe fisiológica”. De igual manera que Miller odia Nueva York Céline tampoco se recata al expresar las ideas negativas que le inspiran los Estados Unidos: “país de cretinos y de borrachos al cien por cien. No conozco nada más desgarrador y siniestro que América, un país desprovisto de profundidad…de una inaudita impotencia espiritual”. La aparición de Viaje al Fin de la Noche y Trópico de Cáncer, aportando un nuevo estremecimiento, fue todo un acontecimiento, el signo de un giro fatal. Sacaba a la luz del día el conflicto latente entre el hombre y la sociedad, su rebelión contra los poderosos que disponen de él, que le sacrifican a sus intereses. El irremediable canto a la desesperación de Céline o la inquebrantable confianza en la vida de Miller, era el mismo grito de angustia del hombre agobiado por la civilización, aprisionado en el engranaje del progreso, intentando desesperadamente reanudar sus relaciones con el cosmos. Céline y Miller son unos tremendos agitadores que revelan el estremecimiento profundo del espíritu y anuncian el advenimiento de un “tiempo de asesinos”. Viaje al Fin de la Noche o incluso Muerte a Crédito configuran una especie de periplo de iniciación en clave de burla feroz que se nutre, de forma similar a como lo hizo Miller, de la propia experiencia autobiográfica. En el caso de Céline una infancia y juventud mediocre y sórdida, la experiencia nefasta de una guerra – 1914 -, el ejercicio de la práctica médica en un ambiente de pobreza y miseria… hacen que su mirada se vuelva cruel y desesperanzada, al ver un mundo degradado en el que el ser humano es una patética marioneta víctima del destino de unos pocos poderosos. De esta reflexión supongo que Céline hace nacer a Bardamú, héroe narrador y “alter ego” de sí mismo en Viaje al Fin de la Noche, para de forma vitriólica y empleando el francés más coloquial posible, arremeter contra la palabrería docta y farisaica que representa el poder del Estado y de los amos capitalistas. Bardamú narra sus vivencias en un tono íntimo y violento, torrencial y desmadrado, similar al que utilizarían dos colegas convencidos de que las alabadas virtudes de la doble moral burguesa no son nada más que meras patrañas para ocultar el vicio y la corrupción que esencialmente se oculta en nuestra sociedad. Viaje al Fin de la Noche es al mismo tiempo un viaje romántico, sólo que invertido, ya que Bardamú primero con el escenario de una gran guerra, y después con las sevicias de la retaguardia dónde el protagonista se desprende de su dignidad y aprende a sacar rentabilidad de su maltrecha moral, nos va descubriendo lo fácil que resulta envilecerse sin perder el halo romántico, que en la vida tienen que coexistir ricos y pobres para bien del progreso. Aprende en suma a fingir entusiasmo además de humildad, cuando se enfrenta al proceso colonizador que esquilma las vidas de los nativos, e incluso, de los propios servidores al servicio de los colonizadores, durante su estancia posterior a la Guerra, en las colonias. También aprenderá a convivir con la miseria del ejercicio de la práctica médica en los barrios más pobres de París, sin perder por ello en apariencia el tipo, y llegando incluso a ser encubridor el crimen cometido por un amigo, al tiempo que lo desprecia al verle en peor situación si cabe que la suya propia. Pese a todo, Bardamú siempre flirtea con ideas y deseos que esperan de alguna manera la definitiva llamada de la noche. Indudablemente las páginas de Viaje al Fin de la Noche son atroces, el dolor que causa su lectura radica en que pueden ser ubicadas en cualquier época, momento y lugar. El ser humano no es factible de evolucionar a ser más civilizado, sino todo lo contrario, parece como si se empeñara en demostrar su involución permanente. Quizás por ello nos queda en la boca después de aproximarnos a este texto un agrio sabor amargo, sobre todo cuando descubrimos que la verdadera historia del ser humano no es más que la gran mentira que le corresponde interpretar en la vida, sacando provecho de la desgracia de otros, para investirse a sí mismo de una importancia de la que carece. Viaje al Fin de la Noche deja claro que nada permanece en pie, todo es demolido. Al caer la civilización, lo único que prevalece, por ser basamento, es el engaño, la mentira, en definitiva la difamación. Novela filosófica en donde el hombre se atreve a acusar el lado fraudulento y miserable de la existencia. Muestra la úlcera que el individuo posee como ser humano en el interior de sus entrañas, y al hacerlo, le hace comprender la vida, intentando ayudarle recorrer un camino cuyo trayecto ha sido realizado erróneamente millones de veces. Tal impugnación sólo puede lanzarla un hombre, un escritor, que tiene el valor de plasmar sentencias como la siguiente: “así son las cosas. Se trata del amor del que seguimos atreviéndonos a hablar en este infierno, como si se pudiera componer sonetos en un matadero”. Sin dejar de poder obviar su significación política, el “nihilismo de la desesperación” contenido en Viaje al Fin de la Noche, tal y como lo apuntó en su día Máximo Gorky, adquiere relevancia y actualidad en una época como la nuestra, que se está caracterizando por una violencia extrema, caída y levantamiento de viejos y nuevos valores morales y humanistas, trastocamiento de funciones, usos y abusos de los aparatos burocráticos, avances de nacionalismos feroces y caducos y una absoluta crueldad e indolencia hacia nuestros congéneres, valga como ejemplo la absoluta indiferencia que muestra la sociedad ante las inhumanas represiones de la policía que, actualmente, reprime los movimientos antiglobalización, sin grandes diferencias a como se hacía en el estado dictatorial.
Quizás unos de los mayores sacrilegios que cometió Céline con esta obra fue adelantarnos el estupor y la perplejidad que produce reconocer que la señal estaba dada, y que el mundo entraba en una época de paroxismo y decadencia que sólo podía anunciar la inminente descomposición del siglo veinte, algo que es fácil de comprobar hoy en día, con sólo observar la mediocridad, la apatía, la involución, la pérdida de proyectos, y sobre todo, la devaluación absoluta de valores. Valores indispensables para cambiar las cosas y recobrar la ilusión, la utopía y la revolución, tan necesaria nuevamente, o quizás siempre pendiente de realizarse. Si la misión de este misántropo que probablemente pudo ser Céline en el fondo, no ha servido o sirve al menos para reconocernos en la brillante mierda del infierno, habrá que buscar nuestra imagen en el punto más profundo de la noche, de ahí la importancia de viajar al fin de la noche.
Tras esta primera novela, y hasta el final de la Segunda Guerra Mundial Céline publicó dos novelas más: Muerte a Crédito y Guignol’s Band, ambas publicadas en 1936. Tras el éxito de Viaje al Fin de la Noche, la vida literaria de Céline se hizo más activa en detrimento de su profesión de médico. Los viajes a las principales capitales europeas aumentaron y las mujeres también. Primero visitó Berlín, después Breslau, donde se reunió con su buena amiga Erika Irgang, más tarde Viena, lugar en el que se entregó a frecuentes juergas con los jóvenes discípulos judíos de Freud, así como con numerosas amigas concertistas y bailarinas. El doce de junio de 1934, Céline embarcó con destino a Nueva York, desde donde tras una breve estancia continuó el viaje en dirección a California. Precisamente en Los Ángeles sucedió algo que le descubrió la realidad en la que se movía su antigua amante Elizabeth Craig. Aunque Céline trató de ocultar este sórdido suceso manteniéndolo en secreto, hay fragmentos de una carta a su editor y amigo Robert Denoël, en la que le cuenta lo siguiente: “…He pasado aquí unos días atroces, que nunca se podrán relatar…un drama atroz, tan bajo, tan infesto, tan degradante…para decirlo todo de una vez, Elizabeth anda entre gángsters”. Recordemos que esta misma noticia aparece documentada en otra carta que Céline envió a su amigo Milton Hindus, donde le informa igualmente de las andanzas de Elizabeth con un mafioso llamado Ben Tenkle. Al constatar la dificultad de poder continuar vinculado a Elizabeth, Céline aprovechó su estancia en los Estados Unidos y sin ocultar el gusto por las mujeres americanas, sobre todo si éstas apenas estaban alejándose de la adolescencia, dedicarse a buscar a la sustituta que llenara el vacío dejado por Elizabeth. Su inclinación por mujeres jóvenes fue algo que Céline nunca ocultó, de hecho “En el Puente de Londres”, novela que estuvo perdida durante muchos años y que en realidad corresponde a la segunda parte de “La Banda del Gran Guiñol”, escrita en 1944 y editada veinte años más tarde, Céline expone sin el menor recato ni pudor sus fantasías por las jovencitas al referirse a Virginia, un personaje que parece más bien sacado de las páginas de “Lolita”, la obra de Nabokov, al escribir lo siguiente: “…¡Aguarda Virginia!…ahora me doy cuenta…¡No has perdido nada por aguardar!…¡Puedes fumar si quieres!…¡Ah! ¡Esta putilla meona!…¡Ya verás que azotaina!…¡Pero qué tontería!…¡La estoy avergonzando!…¡La lección!…Qué cosa más atroz para una chiquilla…Me gustaría hacerla llorar pero que bien…¡Pero no llora en absoluto!…me escucha, levanta su naricilla, se baja la falda…¡La estoy fastidiando!…se le nota en la piel lo viciosa que es”.
Dejando a un lado las preferencias sexuales de Céline, lo cierto es, que su estancia en los Estados Unidos le reportó algunas ideas para futuros argumentos de sus novelas. Visitó Hollywood con el objeto de estudiar sobre el terreno las posibilidades que podían existir para que su novela Viaje al Fin de la Noche se convirtiera en película. Para su desgracia ningún productor mostró el menor interés por el proyecto, por lo que Céline sólo pudo contentarse con las famosas fiestas a las que fue invitado por Tacques Deval que vivía rodeado de hermosas y glamurosas mujeres. No obstante, según el testimonio de François Guibault, fue precisamente con esta negativa de los productores de Hollywood a realizar una película de la novela de Céline, dónde éste empezó su animadversión por los judíos, al percatarse del inmenso poder que estos magnates judíos del cine tenían, sometiendo con su dinero no sólo al universo de actores y actrices sino también a escritores y guionistas. Todo esto, más el impacto que le causó la decadencia moral en la que había caído su antigua amante Elizabeth le abocó a escribir una novela que tiene como particularidad no ser en este caso reflejo de su vida, sino más bien una denuncia de la errónea idea que se tenía y se tiene sobre la fábrica de los sueños asentada en Hollywood y que tituló “Gangster Holliday”. Esta novela existió, precedió a esa obra genial denominada “Muerte a Crédito”, según el testimonio de Henri Mahe que aseguró que tuvo el manuscrito en sus manos. Otra prueba de la existencia de esta obra la encontramos en el fragmento de una carta enviada por Céline donde este resume parte de la trama central de “Gangster Holliday”: “Un modesto empleado de la contribución ve pasar mucho dinero. Está enamorado…Le desprecian…Eso le disgusta…Va a las carreras…Pierde….Va al cine…Ve Chicago…Eso le da algunas ideas…Aguarda el momento de sus vacaciones Gangster Holliday…Lo llamaré así…Y ya le tenemos en la carretera. Ha alquilado un Rosengart por mil quinientos francos al mes… Se pone a parar coches… Pero uno se pregunta que es lo que quiere… Le ofrecen ayuda… Le remolcan hasta Trou-la-ville… Pica repetidas veces en el casino. Intenta dar un golpe al baccará… Pero tiene un aire demasiado honrado… Le niegan la entrada en la sala… Roba un helado de fresa… Está contento… Etc. Termina regresando a la honradez de la contribución. Su tío acaba de morir. Todo se arregla. Adquiere el Rosengart en dieciocho plazos”. Si analizamos con detenimiento este fragmento no podemos por menos advertir que para Céline es más importante la forma de cómo se narran las historias que las historias mismas.
Tras la liberación de París por los aliados, el apartamento de Céline fue expoliado y saqueado cuando huyó precipitadamente por temor a las represalias, motivo éste por el que desaparecieron algunos manuscritos de obras inéditas de las que Céline sólo poseía un único ejemplar. Según todos los indicios éste ha debido ser el caso de “Gangster Holliday”. En 1960, un año antes de morir Céline, Marie Canavaggia, que fue secretaria de Céline durante más de treinta años, encontró, mientras limpiaba un armario, un legajo de hojas dactilografiadas, que Lucette Destouches, la esposa de Céline, reconoció en este legajo el tono y los personajes de “La Banda del Gran Guiñol”. De esta forma pudo recuperarse para regocijo de lectores y admiradores de Céline la obra que hoy podemos leer con el título de “El Puente de Londres”, desgraciadamente y hasta el día de hoy no ha sucedido nada similar con “Gangster Holliday”, una obra que de encontrarse, contribuiría a llenar un vacío entre “Viaje al Fin de la Noche” y “Muerte a Crédito”.
Según parece el denominado Teatro de Gran Guiñol fue un espectáculo que nació en el parisino barrio de Montmartre especializándose en obras de terror. Mostraba torturas con todo lujo de detalles y  en él la sangre corría con abundante generosidad. A la vista de esto, no es extraño que Céline eligiera el título de “La Banda del Gran Guiñol” para su narración sobre el Londres de la Primera Guerra Mundial, y los infortunios del veterano lisiado Ferdinad, junto con la zarrapastrosa pandilla de gangsters, chaperos, macarras y putas que configuran el gran elenco de protagonistas de esta obra, que se escribió dividida en dos, y cuya segunda parte fue la felizmente recuperada  “El Puente de Londres”. En su peregrinaje el antihéroe que representa Ferdinand – “un viejo terco y mierda”- en las propias palabras de Céline, se ve envuelto con charlatanes místicos, con un coronel y su hija adolescente – como no -, y con multitud de episodios que rebosan picaresca y actividades siniestras. No obstante, la línea narrativa de “El Puente de Londres” no se apoya en ciertas leyes físicas y psicológicas a las que Céline nos tenía tan acostumbrados, como por ejemplo, la causa y efecto, así como la de la conducta motivada de sus personajes. Por supuesto, todo es intencional. Los personajes de “El puente de Londres” tienen hilos pero los titiriteros están ausentes o, más precisamente, el titiritero es alguna especie de terrorífica arbitrariedad. Aunque no del todo. Lo que en verdad está en juego es el espectáculo de resentimientos y nostalgias nebulosas, de sentimentalismo misógino y de una furia permanente que aquejaba a Céline. Si algo queda claro con esta novela, es que Céline estaba completamente seguro de que la furia y la grandeza de un escritor descansa en la capacidad y habilidad para describir la expresión. Sin embargo lo que queda más de manifiesto en “La Banda del Gran Guiñol” y “El Puente de Londres” es la desmembración de una época y el fin de una sociedad. No obstante cuando estos aspectos de la condición humana son utilizados de forma reiterada por un autor, el resultado puede ser adverso, tedioso y opresivo, hecho que pese a mostrar Céline en estas obras su eterna adolescencia agotada por sus propias andanzas, logra transmitir al lector frescura y curiosidad, y nunca por el contrario el aburrimiento y el tedio.
Durante este periodo de tiempo, editó también una obra de teatro, dos ensayos médicos, un argumento de ballet y, lo que desgraciadamente haría de Céline un proscrito de las letras, cuatro panfletos titulados respectivamente: Mea Culpa (1936), Bagatelles pour un massacre (1937), Lécole des cadavres (1938) y Les Beaux draps (1941). Exceptuando el primero, un curioso alegato en contra de la U.R.S.S. como veremos más adelante, y que fue escrito a la vuelta de un viaje de Céline por esta república comunista, los otros tres configuran la repugnancia y el odio que sentía por la realidad, que en ese momento le rodeaba. Odio que se centró en este caso contra los judíos, lo que en plena Segunda Guerra Mundial le convirtió en el más escandaloso antisemita de una Francia dividida, y el gran parte dominada por los invasores nazis.
Como indicábamos anteriormente, a Viaje al Fin de la Noche le siguió Muerte a Crédito, una novela de matiz antiprusiano que, con su habitual prosa febril, es un carnaval grotesco de funciones y malfunciones humanas, lo que consolidó a Céline dentro del ambiente literario como un auténtico obús del avant-garde. Céline escribe esta obra con la energía, furia y desesperación que le produce observar el mundo que le rodea, el dolor de tener que enfrentarse a los hechos inevitables de la pérdida y la muerte de seres queridos. Su visión de la vida es desolada, confiriéndole su experiencia filosófica una libertad en la que logra momentos de una penetrante compasión humana, acompañada de ardientes expresiones prosaicas. En el momento en el que la misantropía pierde su interioridad, la visión de Céline se estrecha, se limita sus propias posibilidades. Se transforma en algo corrompido por la envidia y la culpa pequeñoburguesa que él mismo ridiculiza tan acertadamente en esta novela. Sin embargo, la ridiculización no va dirigida contra todos, es contra los judíos, extranjeros, asiáticos y africanos, sobre todo, contra los norteamericanos, pues es a los que Céline acusa más directamente de ser “la democracia más negroide y judaizada en la superficie del planeta”, así la desesperación y el nihilismo del que está impregnada Viaje al Fin de la Noche son reducidos en Muerte a Crédito a un mero cúmulo de pataletas y a la fuente de inspiración que nace de la inventiva de los panfletos que publicó posteriormente, y a la bufonería grotesca, independiente y mecanizada que caracteriza igualmente como hemos podido apreciar a La Banda del Gran Guiñol.
Según Céline sus libelos antisemitas sólo tenían la finalidad de denunciar a los grupos judíos de presión que “empujaban a la guerra contra Hitler” y que, por ello, él sólo pretendía contribuir con éstos a la paz del mundo. De creer al Céline del exilio y del retorno, tras su amnistía, no sólo fue un patriota sino también un resistente. La realidad fue más cruel y el “aliado” de los verdugos nazis se convirtió al finalizar la guerra en víctima, y realmente lo fue, ya que quien había escrito en Bagatelles pour un massacre: “es un invento fenomenal eso del gran martirio de la raza judía…nadie puede sacarme del coco que han sido ellos mismos los que se han buscado estúpidamente las persecuciones”, pudo aplicárselo posteriormente a sí mismo, pues al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Céline víctima de esos panfletos, tuvo que huir de Francia y - acompañado siempre por su tercera mujer, la bailarina Lucette Almanzor y su gato Bébert - refugiarse en Dinamarca, tras una larga y dramática odisea descrita con su peculiar forma narrativa en la trilogía: De un Castillo a Otro (1957), Norte (1960) y Rigodón (1969, obra póstuma). Durante este periodo de tiempo vagó a través de una Alemania en ruinas para finalmente terminar en Dinamarca dónde después de ser condenado a muerte permaneció en la cárcel durante dos años, al mismo tiempo que los tribunales franceses le declaraban indigno y confiscaban sus bienes condenándole igualmente a un año de prisión, cincuenta mil francos de multa, y la pérdida de la mitad de sus bienes presentes y futuros. También los intelectuales encabezados por el inefable Sartre, a quien Céline llamaba “la tenia” lo hicieron blanco de su desprecio con todo tipo de actitudes vengativas. En 1951 pudo regresar a Francia beneficiándose de un indulto. Desde entonces y hasta su muerte, diez años después, residió en la pequeña localidad de Meudon, cerca de París, dónde vivió pobremente de sus escritos. Los cuatro panfletos citados anteriormente no se volvieron a reeditar, por expreso deseo del escritor y de su viuda. Publicó algunos libros más, recobró parcial y desigualmente su genio verbal y su potencia expresiva siendo objeto constante hasta su muerte de polémicas. Sus últimos libros publicados fueron con la trilogía mencionada, los dos tomos de Féerie pour une autre fois y Casse-pipe y Entretiens avec le professeur Y.
“…Nadie hace nada gratis. Hay que pagar las historias inventadas, esas no valen nada. La única historia que cuenta es la que se paga. Una vez pagada, entonces sí tienes el derecho a transformarla. Si no, es una porquería…” de esta forma responde Céline a la pregunta que le realizaban en 1960 sobre si escribir para él era una necesidad, Céline deja claro con esta respuesta irónica lo que opina sobre la profesión de escritor, no obstante incluso al día de hoy resulta difícil encontrar en la crítica una opinión común sobre el verdadero génesis que motivaba realmente a Céline a escribir. Maurice Bardèche, excolaboracionista del régimen nazi y coautor de una historia de cine con Brassillach, fusilado por las tropas de liberación de Francia, es el autor de una polémica biografía sobre Céline que publicó en 1990 la editorial Aguilar en Madrid. En ella Bardèche mantiene la teoría de que Céline no fue un autor tan autobiográfico como habitualmente se tiende a pensar, sobre todo después de una atenta lectura de Viaje al Fin de la Noche. Hay que “desconfiar de la imagen que parece ofrecer de sí mismo en las ficciones que se inspiran en su propia experiencia”. Bardèche intenta demostrar con la documentación consultada por él, que no existen dudas sobre la persistencia en la vida y la obra de Céline sobre una memoria selectiva siempre a favor de ignorar todo lo que no sirva para ensalzar su ego sadomasoquista. Según este estudio, el delirio es el motor que movió a Céline a fabular continuamente al redactar su obra, es el estado que adopta el autor para interpretar los hechos de modo que resalte su genuina significación, esa que probablemente no tendrían estos hechos por sí mismos. En el delirio afloraría también el inconsciente freudiano que solemos tener incrustado en nuestro interior y que sólo en condiciones tan especiales como puede ser la escritura aflora libremente sin censuras ni tabúes, de ahí la transgresión evidente de Céline a invadir el ámbito de lo políticamente incorrecto. Su forma de configurar un lenguaje inadecuado y una lengua insumisa son posiblemente dos de las grandes aportaciones que Céline realiza al francés anquilosado que existía hasta su llegada en la narrativa francesa. Sería León Bloy el que describió acertadamente que Céline utilizaba el lenguaje parisino de forma trabajada y picante en un hermoso a la vez que terrible sarpullido de palabras proscritas que saben expresar magistralmente lo prohibido. Nuevamente podemos apreciar como Bloy en esta opinión sobre Céline se está refiriendo a lo inconsciente, a lo no censurado en definitiva. Otro tema polémico en la controvertida vida de Céline son sus violentos panfletos antisemitas, posiblemente fruto de la necesidad que tenía por salir fuera del ambiente de los bienpensantes, más que de un fascista que estoy convencido que no lo fue nunca pese a que una parte de sus detractores así lo quisieron ver. “Se le tiene por fascista a causa de sus panfletos: no lo era más de lo que era comunista cuando escribió el Viaje al Fin de la Noche” dice Bloy con toda la razón. Tampoco Sartre ni A. Gide lo tuvieron en ningún momento por fascista.
Como podemos ver hay opiniones para todos los gustos, ya que incluso se ha detectado por parte de algunos investigadores que hasta en su tesis doctoral dedicada por Céline a la vida y la obra del médico húngaro Felipe Ignacio Semmelweis, quien invirtió más de treinta años de su existencia en conseguir que sus ideas sobre la aplicación de la asepsia en el ámbito de la ginecología fuesen oficialmente aceptadas, no consiguiendo nada más que morir desdeñado, olvidado y enloquecido, una profecía de la propia vida y obra de él mismo. Profecías aparte, Céline no era precisamente un admirador de la humanidad ni de ciertas ideas, pues ya en 1936 publicó paralelamente a su tesis doctoral un panfleto titulado “Mea Culpa”, donde pone de manifiesto su anarquismo al opinar que el comunismo es igual al resto de los demás regímenes políticos que se repartían el mundo, es decir, “una abyecta impostura”. En un discurso de homenaje a Emilio Zola, pronunciado dos años antes de este panfleto, Céline acusó de “asesinos” a todos los dirigentes políticos-burgueses, marxistas y fascistas y lo que sería más significativo para tener una idea más clara sobre su pensamiento calificó a Hitler de “infragorila”. De ello se deduce que si nos adentramos en una lectura atenta y desapasionada a la vez que libre de prejuicios previos es obvio que nos encontraremos con un autor que en realidad es antinazi, antifascista, anticomunista, anticapitalista, antimilitarista, anticolonialista, antitotalitario, antiprogresista, antisionista, antirracista, antifrancés, antialemán, antibritánico, antiamericano, antiasiático, antiafricano, antisocial….Y una interminable serie de “antis” que nunca acabaría de enumerarse. León Trotski en uno de sus estudios sobre arte y cultura afirma y reconoce que Céline es un revolucionario del lenguaje literario y de la técnica novelística, a la vez que le define como antipatriota y antirrevolucionario. Conviene también recordar que al igual que otro gran antitodo como fue el prestigioso psiquiatra y psicoanalista W. Reich, las obras de Céline fueron prohibidas tanto en la Rusia estalinista como en la Alemania hitleriana, y de forma similar a como Reich fue maltratado en la democrática nación norteamericana, Céline aún en nuestros días sufre en su patria el ostracismo e incluso la censura encubierta para sus obras de carácter antisemita. Curiosa paradoja si tenemos en cuenta la libertad con la que se edita en ambas naciones el libro del dictador Adolfo Hitler: Mi Lucha. En cualquier caso, no debemos olvidar que siempre ha existido – y me temo que seguirá existiendo – el revanchismo de los vencedores contra los vencidos, añadiéndole las habituales envidias que se suelen dar en el mundillo literario, sobre todo contra aquel que se desmarca de la ortodoxia y de las leyes morales al uso, y en este uso de la antidoblemoral sin duda Céline fue un excelente maestro a seguir.
“(…)¿Intimo? Oh, no, nada. Puede que haya sólo una cosa, la única y es que no le hago el juego a la vida. Tengo una cierta superioridad sobre el resto que están, ya se sabe, podridos, porque son unos pringados. Ellos beben, comen, eructan, joden, hacen cantidad de cosas que no dan nada, o una tía. Yo no juego, no soy un jugador. Y las cosas me van muy bien. Sé escoger, sé catar, pero como dijo el romano decadente, lo que importa no es ir al prostíbulo sino irse del prostíbulo ¿No? Yo he estado en él – he estado toda la vida en los prostíbulos – pero salí rápido. No bebo. No me gusta comer. Eso para los pringados. Tengo derecho ¿No? Sólo tengo una vida: dormir y que me dejen en paz…” “- En tus novelas, ¿Tiene el amor alguna importancia? – “…Ninguna, no se necesita. Hay que ser modesto cuando se es novelista…” Estos fragmentos corresponden a la última entrevista realizada a Céline el uno de junio de 1961, y dan una clara visión de que sus ideas y principios se mantuvieron  coherentes hasta el final de sus días.
La aparición de la denominada trilogía alemana: De un Castillo a otro, Norte y Rigodón, completa el ciclo de novelas que escribió Céline y posiblemente cierra el trabajo que éste se había programado sobre la estructura de la narrativa. Aquí el narrador está más presente que en sus otras obras a lo largo del texto, siendo este hecho el que permite que la narración tome su propio tono y andadura. Precisamente al aparecer estas obras, uno de los reproches más frecuentes que recibió Céline por parte de los que admiraban y realzaban la potencia épica, la comicidad y el estilo de sus obras anteriores, fue la notoriedad que ocupaba la figura del narrador con sus comentarios y reflexiones, en perjuicio, decían del propio relato. No cabe dudas al respecto que al principio de cada una de estas tres novelas, e incluso en innumerables frases, serie de frases e inclusive en páginas incidentales, Céline comenta su vida en Meudón, el trato que recibió, sus relaciones con la prensa y los editores, la actualidad política, anecdótica o literaria, encontrando siempre el momento oportuno para expresar tal o cual aspecto de su “filosofía”. Hechos estos, que provocan la impaciencia de los lectores que no soportan o toleran esta actitud de Céline, deplorando tener que esperar veinte, cincuenta o cien páginas (más aún en el libro De un Castillo a otro) para que llegue el momento en el que comienza lo que se conoce como “relato”.
Sin embargo, sería insensato y apresurado pensar que Céline sólo trata de desahogarse vertiendo las quejas y recriminaciones padecidas durante el exilio forzoso en el que se vio abocado por las terribles circunstancias de la Guerra. Es obvio que Céline no tiene ninguna necesidad de utilizar tales artimañas para exponer sus pensamientos, y es que lo que realmente persigue con estos comentarios es asegurar algo que él cree indispensable para entender estas obras: una presencia del narrador en el origen, primero, y luego en el transcurso de la narración. Su sustancia, según este punto de vista, cuenta menos que su propia existencia. En todo momento, sea cual fuere el relato que Céline haga, por más lejanos, enormes o fantásticos que puedan ser los personajes de ese relato, el narrador estará siempre presente. De esta forma, es principalmente con él con quien se encuentra realmente el lector de estas novelas. Así estas páginas iniciales están destinadas a imponer y situar esta presencia, y los comentarios durante la narración a recordarla, de forma tal que el lector no se ve nunca en presencia de las aventuras contadas, lo que podría llevarlo a olvidar e incluso a obviar el hecho mismo de la narración. Lo que Céline pretende es que el lector siga las inflexiones, las dudas, los arranques, en una palabra, el timbre y la entonación de esta voz que se las arregla para no dejarse olvidar nunca.
A la vista de esta elección que hace Céline de la figura del narrador creo que no debemos subestimar las consecuencias sobre el conjunto de la narración, de la cual los comentarios, si esta visión es acertada, formarían parte integrante de la obra. Basta con intentar imaginar qué sucedería si se reduce al mínimo la presencia del narrador, es decir, si sólo dirigimos la atención sobre las peripecias y lo pintoresco de los personajes. Lejos de que el relato se imponga así más fácilmente, sin el soporte de la presencia constante del narrador, esta ampliación de lo épico, esta virtud de revelación de la verdad más profunda y esa gracia celiniana perdería mucho de su potencia. Esto lo podemos apreciar claramente cuando se lee en los periódicos tal o cual “fragmento de antología”, y se experimenta una notable frustración de la lectura, y es que la narración celiniana es un todo cuyos elementos no se entienden disociados de su contexto real. El caso contrario es desvirtuar un relato que existe menos en sí mismo que en función de la personalidad del narrador, con sus comentarios y reflexiones. Comentarios y reflexiones que si bien no consiguen por sí mismos mantener largo tiempo el interés, sin ellos las novelas de Céline tampoco serían lo que son.
La búsqueda de un equilibrio para que el lector se adapte a su forma de narrar, Céline lo consigue usando un conjunto de referencias sobre la actualidad de los años durante los que escribe cada volumen. De este modo se asegura el interés de un lector preocupado por los acontecimientos más cercanos. El lector, por medio de las interpelaciones y comentarios del narrador, va integrándose en la novela. Con este procedimiento el autor consigue provocar una presencia personal del lector consiguiendo una reacción por parte del mismo. Las ideas y opiniones que Céline transmite a través en sus relatos impiden que el lector permanezca indiferente. Sea cual sea su reacción, lo esencial ha sido logrado, esto es mantener un interés continuado durante la lectura de cualquiera de sus relatos. Imprecaciones, condenas, quejas, ataques, son parte de las formas y usos que Céline utiliza en sus textos, aprovechando las intervenciones del narrador para tocar el lado sensible del lector, ya sea motivándole a compartir sus ideas o a que, por el contrario, se indigne y se enfurezca. El lector se encuentra frente a un hombre que parece no tener nada más que palabras de odio o de asco. Le pone en presencia de toda una gama de pesares, pesimismos y violencias. Protesta contra una serie de desgracias personales ante las que, como ante tantas otras injusticias a las que asistimos diariamente, el lector debe necesariamente tomar partido, bien sea colocándose del lado de Céline, o rebelándose y continuando su lectura en un clima de franca hostilidad. En cualquier caso, simpatía u hostilidad, no es eso lo que importa en el fondo, lo esencial es crear entre el lector y el narrador una corriente que, positiva o negativa, es para Céline la condición idónea para que su obra consiga su objetivo.
En definitiva, Céline forma parte de aquellos escritores a quienes una narración al uso tradicional no les permite exponer lo que tienen que contar. En Céline debemos tener muy en cuenta la voluntad de ruptura y de renovación no sólo de las formas del discurso novelesco sino también de la propia lengua. Probablemente Céline, en esta trilogía final de su vida como escritor, tuvo la plena conciencia de haber forjado un estilo de rupturas y de disonancias encadenadas que abocan a un ritmo desenfrenado, dando a su narración el aspecto de una memoria puesta patas arriba, tuvo la sensación de hacer, de la única forma que consideró posible, el relato que quería hacer: el del estallido de un mundo y su recaída en el estado caótico.
Si quedaba alguna duda respecto a lo que pensaba el propio Céline sobre el papel que representaría su obra en el futuro, para disiparla está la opinión que un mes antes de morir dio en forma de entrevista a la prensa francesa precisamente refiriéndose a este delicado asunto: “…ni de coña. Desde luego que no. Quizás no quede ni un fragmento. Serán los chinos o los bárbaros los que hagan el inventario, y les joderá bien mi literatura, mi estilo, los puntos suspensivos… No es difícil. Yo he terminado, ya que hablamos de la “literatura”. He terminado. Después de Muerte a Crédito he dicho todo lo que tenía que decir, que no era mucho… Que nadie sufra por mí, ni por mi causa… Eso es todo”.
El último libro que se ha editado en nuestro país es: “Cartas desde la cárcel” y para deleite de los seguidores de su obra, la traducción corresponde a un especialista en Céline y en Miller ampliamente conocido por los admiradores de ambos, Carlos Manzano, garantía absoluta de que podemos disfrutar de un Céline sin adulterar y lo más cercano posible al original francés. A falta de una reedición de las cartas que envió a su esposa, libro hoy prácticamente imposible de encontrar en nuestro país, y también a falta de la correspondencia que envió a su editorial, a sus amigos, y a sus abogados franceses Naud y Tixier, nunca traducidas al español, bienvenidas sean éstas, poco más de doscientas, dirigidas a su abogado danés Mikkelsen. Como curiosidad, muchas de ellas servían para que Céline pudiera comunicarse directamente con su esposa Lucette, a la que le enviaba emotivos mensajes amorosos a la vez que le dictaba los pasos que debía seguir respecto a su vida, mientras él permaneciese privado de libertad. Estas cartas conservadas en la fundación danesa que lleva el nombre del difunto letrado que tanto luchó y reivindicó la libertad de Céline, son claves para entender y comprender el periodo posiblemente más amargo e injusto que vivieron Céline y su esposa, viéndose ambos ultrajados y maltratados en un país extranjero, al que precisamente habían huido – paradojas de la vida – creyendo que serían bien acogidos.
A través de estas cartas, podremos descubrir a un Céline aparentemente derrotado que clama en el desierto y que está decidido a entregarse a la revancha de sus compatriotas franceses, antes de seguir siendo víctima de los juegos políticos que utilizaban los daneses impidiendo su puesta en libertad. Al leer estas cartas, parece como si estuviésemos asistiendo a la lectura del mejor Kafka. Estoy seguro que cuando Céline y su esposa llegaron el 24 de marzo de 1945 a Dinamarca, tras una laberíntica y rocambolesca huida de una Alemania cada vez más destruida y caótica, buscaban una tranquilidad y una estabilidad que, aparentemente, les daba el permiso de residencia legal que le habían proporcionado los ocupantes nazis. Lo que menos podían suponer es la ratonera en la que se vieron cazados, cuando sus protectores alemanes se marcharon dejándolos en manos de la “democracia danesa”, y de la no menos codiciosa revancha de la sibilina diplomacia francesa. Sólo su fiel abogado Mikkelsen y un pequeño grupo de amigos daneses, salvan a Céline y a Lucette de morir en la miseria y el abandono. Se ha especulado mucho sobre la paranoia y los delirios de persecución que aquejaron a Céline en esta época de su vida, pero si realizamos una atenta lectura de esta correspondencia es fácil entender la impotencia y el sentimiento de injusticia que Céline debió sentir al ver como era tratado por sus propios compatriotas. Sobre todo, si lo comparamos con muchos otros escritores, artistas o políticos que habiendo sido más directos colaboracionistas de los nazis y del propio Régimen de Vichy habían sido rápidamente perdonados, e incluso muchos de ellos repescados para los nuevos tiempos democráticos que vinieron tras la Segunda Guerra Mundial.
La realidad es que Lucette pasó diez días detenida y Céline un año y medio entre la cárcel, la enfermería y el hospital, hasta que al final se dignaron concederle la residencia vigilada. Hecho que les permitió a ambos un año después el regreso a Francia. Durante los casi seis años que Céline pasó en Dinamarca, perseguido por las autoridades francesas no dejó de escribir, formando la producción literaria de esta época no sólo esta correspondencia que estamos comentando, sino como se puede apreciar precisamente por estas cartas, la parte que le faltaba de “Guignol’s Band”, y los dos tomos correspondientes a “Fantasía para otra ocasión”.
Centrándonos en la correspondencia, Céline tiene dos destinatarios continuos: su abogado y su esposa. En el primer caso es notorio, y lógico por otro lado, que en varias ocasiones Céline pase del elogio y la alabanza e incluso la gratitud eterna, al vilipendio y la ironía grosera – que tan bien cultivaba – si tenemos en cuenta que Mikkelsen para bien o para mal era su único punto de contacto con el exterior. Lógicamente tampoco Lucette se libraría de la desesperación y la impotencia que sentía Céline de verse privado de libertad, siendo también objeto de su ira y de su mal humor.
Céline no estaba tan paranoico como aparentemente podríamos pensar, pues lo cierto es que Malraux, Aragón, Cassou o Elsa Triolet, entre otros, fueron los instigadores de su persecución, siendo todos ellos miembros del Consejo Nacional de los Escritores, entidad que surgió de la Resistencia francesa que fue la que en septiembre de 1944 confeccionó una primera “lista negra” de doce escritores, entre los que figuraba Céline, a los que denunciaron sin ningún pudor como colaboradores de los nazis además de acusarles de antisemitas convencidos. Al parecer y a la vista de este dato es obvio que a Céline no le faltasen razones, como expone en sus cartas, para sentirse víctima de toda una conspiración. Cómo no sentirse víctima de una conspiración una persona que era consciente, como expresan las notas que reproducimos a continuación, de su inocencia: “Céline, mejor que nadie, sabía que él no había deseado el holocausto y que ni siquiera había sido su instrumento involuntario. Sabía también que no había colaborado en nada y en cualquier caso no más que Cocteau, Montherlant y Morand, quienes, después de que hubiera corrido mucho agua bajo los puentes, acabaron entrando en la Academia Francesa”.
Quizás uno de los episodios más sangrante y que por otro lado nunca – al menos hasta el momento de redactar este texto – se ha denunciado por la vileza que oculta, es el comportamiento de J. P. Sartre con respecto a Céline. El 1 de diciembre de 1945 Sartre escribió en Les Temps Modernes su “Portrait de l’antisemitisme”, en el que decía lo siguiente: “Si Céline pudo apoyar las tesis socialistas de los nazis, fue porque cobraba de ellos (esta afirmación fue desmentida públicamente por Céline y nunca demostrada por Sartre). En el fondo de su corazón, no se lo creía: para él no hay otra solución que el suicidio colectivo, la no procreación, la muerte”. La maldad de este escrito de Sartre no sólo clavó sus garras en Céline, sino que sirvió para que al día siguiente de su publicación fuera asesinado Robert Denöel, el editor de las obras de Céline. Me pregunto qué hubiera pasado si hubiesen sido juzgados todos los escritores e intelectuales que apoyaron en su día – como es el caso del propio Sartre o el de su compañera Simone De Beauvoir – a los creadores de crímenes tan monstruosos como los llevados a cabo por Stalin en el campo de concentración denominado Archipiélago Gulag, que años después para escarnio y vergüenza de estos intelectuales “demócratas” denunció el conocido premio Nobel de literatura Alexsandr Solzhenitsyn en la obra publicada con el mismo nombre que el campo de concentración citado anteriormente.
Tampoco sería extraño como indica François Gibault, su biógrafo, que Céline se sintiera: “como el perro más sarnoso de la literatura francesa y la víctima expiatoria de un mundo en el que los crímenes habían abundado en un bando y en el otro, y exclusivamente marcado por la hipocresía”. Sobre todo a la vista de los individuos de la intelectualidad que le denunciaban.
En definitiva, estas cartas se convierten en la válvula de escape de un atormentado, humillado y vilipendiado ser humano de cincuenta y tres años, con una invalidez del 75% a consecuencia de su participación en la Primera Guerra Mundial como voluntario en el Ejército Francés, que además padecía numerosas enfermedades tales como: depresión, enteritis, pelagra, cefaleas intensas, eczemas, reumatismo e insomnios interminables, todo ello añadido a una “confortable” celda en la sección de los condenados a muerte de una cárcel en un país extranjero del que apenas tenía conocimiento de su lengua, aislado y acusado de haber cometido los más abyectos crímenes de los que se puede acusar a un ser humano: haber colaborado en el exterminio de semejantes.
Probablemente, lo más aconsejable después de leer estas cartas es que nos quedemos sólo con el extraordinario testimonio del amor que Céline demuestra sentir por su esposa Lucette Almanzor, y olvidarnos del resto de ignominias que – con toda la razón del mundo – denuncia Céline a su abogado y al mundo.

Bibliografía en español:
MEA CULPA-VIDA Y OBRA DE SEMMELWEIS
Editorial Sur. Buenos Aires 1937

SEMMELWEIS
Alianza Editorial. Madrid 1968

DE UN CASTILLO A OTRO
Editorial Lumen. Barcelona 1972

CASSO PIPE Y CONVERSACIONES CON EL PROFESOR Y
Editorial Guadarrama. Barcelona 1976

NORTE
Editorial Lumen. Barcelona 1980

RIGODON
Editorial Lumen. Barcelona 1990

VIAJE AL FIN DE LA NOCHE
Editorial Edhasa. Barcelona 1994

GUIGNOL’S BAND
Editorial Lumen. Barcelona 1998

NORMANCE I
Editorial Lumen. Barcelona 1999

FANTASIA PARA OTRA OCASION II
Editorial Lumen. Barcelona 1999

MUERTE A CREDITO
Editorial Lumen. Barcelona 2000


CARTAS DE LA CARCEL
Editorial Lumen. Barcelona 2002

Bibliografía sobre Céline:

PODERES DE LA PERVERSIÓN. ENSAYO SOBRE CELINE
Autor: Julia Kristeva
Editorial Siglo XXI. Buenos Aires 1989

L.F.CELINE
Autor: Maurice Bardèche
Editorial Aguilar. Madrid 1990

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