HENRY MILLER: EL CIRCULO PARISINO - CAPITULO 4 (COPY: JAVIER PARRA)

ALFRED PERLES
          (1897-1991)

Miller conoció a Alfred Perles en 1928, en su primer viaje a París. Según comenta Miller, lo conoció a través de June, quien había estado en París anteriormente en compañía de su amante y amiga Jean Kronski, de la que precisamente Perles se había enamorado locamente. Fenómeno nada extraño ya que, según parece, era algo habitual en él. Alfred, Alf, Fred o Joey - diferentes alias con los que era denominado Alfred Perles - solía enamorarse de cualquier mujer guapa o fea que pasase por su lado. Sin embargo, lo más curioso de su relación con ellas es que todas le amaban y caían rendidas a sus pies. Nunca se casó ni al parecer este estado entraba en su mente. Solía expresarse como si realmente estuviera apasionadamente enamorado de cada mujer que conocía, pero la propia forma en la que manifestaba su pasión solía dejarle en evidencia.
Este curioso personaje, al que Miller describía como un “poco granuja”, e incluso “tal vez un canalla, pero un canalla adorable”, es precisamente el más directo causante de que Miller lograra sobrevivir en el duro ambiente parisino de la época. No sólo porque le prestó en más de una ocasión cobijo y amparo económico para subsistir, sino porque además le ayudó y le estimuló – al igual que Anaïs Nin – a no abandonar su auténtica vocación de escritor. Había nacido, o al menos eso comentaba, en Viena, ciudad a la que solía remitirse siempre con gran nostalgia y afecto. Miller cuenta que Pèrles le había comentado en más de una ocasión que su origen provenía de una familia de la alta burguesía, que había sido educado en buenos colegios, siempre rodeado de una excelente y exquisita educación. Al parecer, cuando estalló la Primera Guerra Mundial se encontraba en el ejército con el grado de teniente, hecho este que precisamente le llevaría a vivir uno de los sucesos más dramáticos y decisivos de su vida, y que como cuenta Miller, pudo incluso costarle la vida. Pèrles defendía con su Compañía una determinada posición frente al enemigo, le habían dado por parte del mando la orden de no disparar hasta que fuera visible el blanco de los ojos de cada enemigo. Según parece, Pèrles perdió el valor y la entereza y según se acercaba el enemigo no llegó a dar nunca la orden de abrir fuego. Tuvo que ser el sargento mayor de su Compañía el que al percatarse del hecho asumió el mando, salvando de esta manera que el regimiento fuese totalmente barrido por el enemigo. Obviamente, Pèrles fue llevado ante un tribunal militar y condenado a morir fusilado. Gracias a que sus padres tenían fuertes influencias en el mando del ejército, lograron salvarlo del pelotón de fusilamiento, internándolo en un manicomio al considerar el alto mando que simplemente lo que había pasado es que se había vuelto loco. De esta forma se pasó prácticamente el resto del conflicto encerrado en el manicomio. Al finalizar la guerra, se abrieron las puertas y todos los internos fueron puestos en libertad, fue entonces cuando decidió marcharse a vivir a París, lugar muy accesible para él ya que había tenido de niño una institutriz francesa y dominaba, por tanto, perfectamente el idioma, además de conocer también el inglés.
Sobrevivió durante estos años como tantos otros artistas y bohemios que poblaban el París de aquella época, realizando todo tipo de trabajos que ocasionalmente le salían. Desde guía turístico para americanos ávidos por conocer y sobre todo gastar dólares, hasta corrector de pruebas y periodista ocasional de la edición francesa del Chicago Tribune. Precisamente en este periódico compartiría su trabajo durante algún tiempo con Henry Miller. “¿Fue en el manicomio, donde leyó todos los libros sobre los que hablaba y conocía?”, se preguntaba frecuentemente Miller, pues lo cierto es que Pèrles poseía un magnífico conocimiento de la literatura alemana, francesa e inglesa siendo entre todos los autores que admiraba Goethe su preferido. Podía citarlo de corrido, sin olvidar un punto o una coma, al igual que solía hacer con la mayoría de autores franceses, tales como Villon, Villiers de L’Isle Adam, Mallarme, Baudelaire y Rimbaud entre otros. Samuel Putnam, editor, traductor y notable conocedor de literatura, solía citar a Pèrles como un erudito de primer orden. De entre los autores alemanes, admiraba también a Schiller, Heine y Höderlin de los que recitaba sus poesías. Naturalmente comenta Miller: “si uno conocía a Pèrles, éste restaba importancia a sus conocimientos, y en ocasiones hasta negaba que los tuviera. Y es que Fred era el payaso, el compañero “siempre jovial y animado” que nos doblaba de risa. Podía hallarse al borde de las lágrimas citando unos versos de Höderlin y al momento siguiente carcajearse como un asno”. Miller pensaba que el tiempo que Pèrles había pasado en el manicomio influyó en su vida posterior. “Posiblemente no estaba loco, hay que decir – comenta Miller – que era excéntrico y adorable. A pesar de sus faltas o defectos, uno siempre tenía que añadir: pero adorable”. Para profundizar en aspectos más íntimos de la relación que mantuvo Miller con él es recomendable la lectura de “Días tranquilos en Clichy” y “Mi amigo Henry Miller”, este último escrito por el propio Pèrles y en los que se puede apreciar no sólo la especial amistad que les unió, sino las peculiaridades y anécdotas que vivieron durante su época parisina.
Otro episodio singular en la vida de ambos fue cuando Miller conoció a Anaïs Nin y como era previsible, Pèrles se enamoró locamente de ella. Le escribía hermosas cartas, disfrazándolas de debates intelectuales y literarios. Nin al principio sin tenerle muy en cuenta, lo consideraba sin más, agradable. Sin embargo, según fue pasando el tiempo, llegó incluso a odiarlo y a no querer saber nada de él. Pèrles a pesar de todas las mujeres que habían pasado por su vida, consideraba a Anaïs como de otro mundo, de un mundo etéreo, por lo que no sólo estaba cada vez más enamorado, sino que incluso decidió escribir un libro sobre ella. Para su desgracia, Anaïs no sólo no se tomó muy bien el borrador que le enseñó, sino que fue precisamente a raíz de esto cuando empezó a odiar fuertemente a Pèrles. ¿La razón? Pues según parece, Pèrles en su ensimismamiento y enamoramiento por Anaïs había cometido el error de ser demasiado franco al describir las virtudes y defectos de ésta, cosa que a Anaïs más dada – como se puede apreciar en sus diarios – a tergiversar y manipular la realidad, no le gustó absolutamente nada que nadie la describiera de forma “tan real”.
Pèrles que había asumido el escribir sobre Anaïs como algo personal, no se amilanó por el rechazo a este primer esbozo y decidió reescribir el libro adoptando de forma salomónica dividir al personaje – es decir, a Anaïs – en dos: una bailarina y una escritora. Después de luchar lo indecible por completar esta obra de ingeniería literaria, volvió de nuevo a enseñárselo a Anaïs con el fin de que ésta diera su aprobación. La reacción no se hizo esperar mucho por parte de ésta, en esta ocasión no se limitó a indignarse, simplemente se puso furiosa. Pèrles fue desterrado para siempre de la legión de admiradores que formaban su corte. Nunca más logró granjearse la amistad de Anaïs, a pesar de la infinita cantidad de veces que le pidió perdón.
En opinión de Miller, lo que hizo que Anaïs se mostrara tan ofendida con Pèrles aparte de lo que mencionábamos anteriormente, era la incapacidad que ésta tenía para apreciar al “payaso” que había en Pèrles. “Al contrario que Wallace Fowlie – amigo de todos ellos – no asociaba a los payasos con los ángeles”. Miller incluso va algo más allá en el tema y no tiene reparos en criticar – años más tarde, cuando ya entre él y Anaïs sólo se mantenía la vieja amistad – duramente a Nin al respecto: “Aunque a primera vista Anaïs podía dar la impresión de que era un ser angelical, tengo que decir que distaba mucho de serlo. Era una criatura muy ambivalente, por decirlo con suavidad”.
Cuatro años después de que apareciese “Trópico de Cáncer”, Alfred Pèrles publicaba dos de sus libros en francés: uno era “Sentiments limitrophes” y el otro “Le quatuor en ré majeur”. Ninguno de los dos alcanzaría el éxito de ventas que supuso en el mercado editorial el “Trópico de Cáncer” de Miller, pero sí que recibieron excelentes comentarios por parte de la crítica francesa especializada. Por esta época, llegó Lawrence Durrell, procedente de Grecia para conocer a Miller quien le había dejado cautivado tras leer su “Trópico de Cáncer”, congeniando al instante los tres personajes, y dando lugar a un triunvirato que mantuvo siempre una gran fidelidad a la amistad. Curiosamente, Anaïs no participó en ninguna de las numerosas salidas nocturnas que realizaron durante el tiempo que Durrell y su esposa permanecieron en París. Al parecer – según cuenta Miller – había una razón, y es que Anaïs no bebía. “(se le podría haber tentado más fácilmente a probar el opio)”. “Además – continúa Miller – Nin detestaba la vulgaridad y el vocerío que según ella proferíamos en nuestras juergas, y estas veladas nuestras eran todo menos refinadas”. En realidad la causa hay que buscarla no sólo en la presencia de Pèrles, sino además, en que tampoco a Anaïs le cayó excesivamente bien Lawrence Durrell.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Alfred Pèrles, se trasladó a Inglaterra, dónde incluso llegó a alistarse en el ejército para combatir contra los nazis, a los que odiaba profundamente. Siguió manteniendo correspondencia con Miller y Durrell a pesar  de los innumerables problemas que planteaba el correo por esa época. Precisamente por esta correspondencia supo Miller que Pèrles planeaba escribir un libro sobre él, al acabar la contienda. Hecho éste, por lo que al finalizar la guerra le invitó a pasar unos meses en Big Sur en compañía de Eve y de sus hijos Val y Tony que pasaban también las vacaciones con él. Fred se quedó en Big Sur una larga temporada de cuatro meses y acabó su libro “Mi amigo Henry Miller”. Un libro escrito – según Miller – con el corazón, “si es que alguna vez se escribió así alguno”. Nada fantasioso, es una auténtica delicia, porque aparte de no entrar en alabanzas académicas sobre la obra de Miller, describe sólo la verdad de los hechos y anécdotas que vivió con él. Es por ello, uno de los libros biográficos de Miller más objetivo y sincero de todos los que se han publicado hasta ahora, y son muchos. Posiblemente de no haber escrito Pèrles nada más que este libro, ya sería suficiente motivo para tenerle dentro de la nómina de los escritores más interesantes e influyentes del pasado siglo. Desgraciadamente ningún otro trabajo de Pèrles, salvo éste, ha sido hasta el momento traducido a nuestro idioma. A diferencia de Durrell, del que prácticamente podemos disponer de toda su obra, de Pèrles no podemos disfrutar de nada, salvo esta pequeña joya que es “Mi amigo Henry Miller”, claro está, siempre que logremos encontrarla en el mercado de viejo, pues la edición data de 1975, por la editorial Nóstromo, desaparecida al día de hoy, no siendo por tanto vuelto a reeditar nunca.
En el libro de Miller “El libro de mis amigos”, dentro de la tercera parte, existe un capítulo dedicado a Alfred Pèrles, titulado “Joey” y que aparte de aportarnos más información sobre las vivencias de ambos, contiene al final un interesante epílogo en el que Miller trata de explicar – e incluso justificar – ante su amigo el porqué del comportamiento tan poco amigable de Anaïs con él. Es una reflexión muy lúcida sobre como Anaïs tenía más cosas en común con Pèrles de las que posiblemente ella misma llegó a sospechar a lo largo de toda su vida. Quizás de todas, dice Miller, la más curiosa era: “la necesidad de secreto. A menudo sentí que ninguno de los dos teníais nada que ocultar o de lo que avergonzaros, sino que simplemente no deseabais compartirlo todo ni siquiera con vuestro mejor amigo”.  Esto explica el comentario que Miller le hizo a Pèrles sobre una carta que Anaïs le escribió a Hugo – su primer esposo – antes de morir, rogándole que la perdonara por todas sus “travesuras”, sus mentiras, los trucos que empleaba a sus espaldas, y en resumen todas las fechorías que le hizo padecer mientras que fueron pareja. Todo esto – dice Miller – le hizo recordar como maltrató a Pèrles y lo intransigente que se mostró siempre con él. Cuando precisamente éste lo único que quería era que ella supiese lo mucho que la amaba. Paradojas de la vida, ambos estaban más cerca de lo que pensaban, al menos en lo que a actitud “cínica” se refiere.

Bibliografía en español:
MI AMIGO HENRY MILLER (CON PRÓLOGO DE HENRY MILLER)
Nóstromo Editores. Madrid 1975

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